LA POBLACIÓN Y EL NACIONALISMO VASCO. (XI y último). Violencia política. Entre la legitimidad y la legalidad.
POPULATION AND BASQUE NATIONALISM
Enrique Area Sacristán.
Teniente coronel de Infantería y Doctor por la Universidad de Salamanca
Resumen
En las últimas décadas, el ejercicio de la violencia política al margen de los cauces de la soberanía ha sufrido un creciente proceso de estigmatización, del que a menudo se ha derivado también una criminalización de la protesta. Este proceso, cuyas raíces cabe situar en los años iniciales de la Guerra Fría, vivió en los años setenta del siglo XX uno de sus momentos culminantes en varios países del mundo occidental. Como parte de esa tendencia, se ha ido generalizando una utilización abusiva del término terrorismo para hacer referencia al cuestionamiento del monopolio de la violencia física legítima consignado por Max Weber. Este artículo intenta analizar todos esos aspectos, y lo hace acudiendo a los orígenes de la diferenciación entre fuerza (considerada legítima) y violencia (carente de legitimidad). Para ello, son consideradas de especial interés las reflexiones sobre poder y soberanía de dos autores de signo ideológico tan dispar como Walter Benjamin y Carl Schmitt. Igualmente, se hace un somero repaso crítico a las principales perspectivas adoptadas en el estudio de la violencia política desde el ámbito académico y, al mismo tiempo, se señalan posibles vías alternativas para una mejor comprensión del fenómeno.
PALABRAS CLAVE: ETA, MVLN, Jóvenes, Violencias, Religión de reemplazo
ABSTRACT: In recent decades, the exercise of political violence outside the channels of sovereignty has suffered a growing process of stigmatization, which has often also resulted in the criminalization of protest. This process, whose roots can be traced back to the initial years of the Cold War, experienced one of its culminating moments in several countries of the Western world in the 1970s. As part of this trend, an abusive use of the term terrorism has been generalizing to refer to the questioning of the monopoly of legitimate physical violence consigned by Max Weber. This article tries to analyze all these aspects, and it does so by going to the origins of the differentiation between force (considered legitimate) and violence (lack of legitimacy). For this, the reflections on power and sovereignty of two authors of such disparate ideological sign as Walter Benjamin and Carl Schmitt are considered of special interest. Likewise, a brief critical review is made of the main perspectives adopted in the study of political violence from the academic field and, at the same time, possible alternative ways are indicated for a better understanding of the phenomenon.
KEY WORDS: ETA, MVLN, Youth, Types of violence, Religions of replacement
En las últimas décadas, se ha producido en la mayor parte del mundo occidental un creciente proceso de estigmatización de la violencia que se sitúa al margen de los cauces de la soberanía. Mientras que la utilización extensiva de la noción de violencia referida a situaciones coercitivas reflejada por concepciones como las de violencia estructural (Johan Galtung) o violencia simbólica (Pierre Bourdieu) (1) ha sido por lo general relegada de los ámbitos académicos, exactamente lo contrario ha sucedido, muy especialmente en el plano político y jurídico, con la concepción de violencia política, cuyos contornos han ido ensanchándose de manera notoria.
Ello ha llevado a una criminalización cada vez mayor de las formas de contestación. Desde la sentencia de febrero de 1954 del Tribunal de Casación de la RFA que atribuía a la huelga un carácter violento hasta el proceso 7 aprile de 1979 contra la autonomía obrera italiana; desde la ilegalización de la KPD en 1956 a la proscripción de la práctica totalidad de organizaciones de izquierda revolucionaria francesas en junio de 1968; desde el “programa de fidelidad” de la segunda posguerra mundial en el Reino Unido a las interdicciones profesionales (el llamado Berufsverbot) para ejercer empleos públicos en la RFA; desde la introducción de la responsabilidad penal colectiva por la loi anticasseurs francesa de junio de 1970 hasta el acoso a los abogados de la Fracción del Ejército Rojo en la Alemania Occidental, la segunda mitad del siglo XX estuvo colmada por una larga lista de medidas represivas en la línea de una concentración de la legitimidad en la legalidad, proceso cuyas raíces cabe situar en los años iniciales de la Guerra Fría y que vivió uno de sus momentos culminantes en los años setenta. Se fue produciendo, así, una equiparación entre ordenamiento constitucional y sistema politicosocial que ensanchaba los márgenes de la coerción a la par que reducía los de la contestación social. (2)
También en el terreno de la voluntad de estigmatización de las formas de contestación, y en ese mismo contexto de incremento represivo, se circunscribe la propagación del término terrorismo para hacer referencia al cuestionamiento del monopolio de la violencia física legítima consignado por Weber (3) Este uso del término, claramente sesgado por la instrumentalización política que de él se ha hecho a lo largo del siglo XX, subvierte su significado originario, vinculado al denominado régimen del Terror (1793-1794) de la Revolución Francesa. Documentado desde 1794, el empleo de la voz terrorismo se limitaba entonces únicamente al sentido de “sistema, régimen de terror”. A finales del siglo XIX la expresión empezó a designar, por extensión, el uso sistemático de medidas violentas con un objetivo político, significado que no se extendió hasta 1920, aproximadamente. (4) El término arrastra consigo, pues, el contrasentido de haber acabado referido a formas de violencia ejercidas contra el poder constituido, pese a haber nacido para caracterizar la violencia de los aparatos estatales. Y si bien es cierto que sus definiciones más integradoras incluyen también el llamado “terrorismo de Estado”, incluso en este caso su significado se aleja del originario, reservado a la represión legal, normativizada. Baste solamente tomar en consideración, para vislumbrar la contradicción inherente al uso actualmente más extendido del vocablo, la disparidad de resortes y, por ende, de capacidad aterradora que usualmente separa los aparatos represivos de cualquier Estado con los de aquellos que tratan de combatirlo. La evolución del término constituye, por lo tanto, no solamente el fruto de una instrumentalización política harto evidente, sino también una solución de dudosa funcionalidad epistemológica.
En ocasiones se argumenta que el término ha sido asumido desde la perspectiva de los propios “terroristas”. Acaso uno de los casos más citados sea el de Trotski, quien, en su respuesta a la obra de Kautsky Terrorismo y anarquismo, propugnaba que el “terrorismo”, entendido como “el conjunto de medidas de intimidación y represión con respecto a la contrarrevolución armada” ejercidas por la clase obrera durante la fase de dictadura del proletariado, constituye un instrumento indispensable para la consecución de la revolución social. Huelga decir que tal reivindicación, que evidentemente hace referencia al uso de la violencia por parte de un poder constituido, aunque este se proclame revolucionario, se circunscribe al contexto de la guerra civil rusa. Trotski equipara en ese marco el “terror rojo” –el terror gubernamental de la clase revolucionaria- a la Comuna de París de 1871, con el objetivo de arremeter contra la imagen difundida por Kautsky que contraponía una Comuna humana a un poder soviético cruel.(5) Todavía más problemática aparece, si cabe, la utilización del término terrorismo referido a los grupos y organizaciones insurgentes en contextos dictatoriales, lo que significa de hecho la asunción del lenguaje propio de las dictaduras, que en varios casos llegaron a forzar no solamente su retórica, sino también su ordenamiento legal hasta el extremo de equiparar la violencia política a todas las demás formas de oposición.
Pero ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de violencia política? Puesto que se trata de un término amplio y objeto de definiciones no siempre concordantes, no son baldías algunas breves consideraciones al respecto. Una definición suficientemente satisfactoria de la violencia en la política -como gusta de precisar su autor- podría ser esta: “el empleo consciente (aunque no siempre premeditado), o la amenaza del uso, de la fuerza física por parte de individuos, entidades, grupos o partidos que buscan el control de los espacios de poder político, la manipulación de las decisiones en todas o parte de las instancias de gobierno, y, en última instancia, la conquista, la conservación o la reforma del Estado”.(6) Al comprender tanto las formas de violencia que combaten la legalidad vigente como aquellas que quedan dentro de su ámbito; al incluir tanto la defensa como la subversión del orden establecido; al referirse tanto a la insurgencia como a la represión, esta definición nos permite sortear los problemas que entraña la habitual diferenciación entre fuerza (cuyo uso es considerado legítimo) y violencia (carente de legitimidad). Paradójicamente, cabe atribuir a Sorel la paternidad de la distinción entre ambos conceptos, aunque su juicio sobre ellos fuera radicalmente distinto al que prevalece en la actualidad. Para el pensador francés, “la fuerza tiene por objeto imponer la organización de determinado orden social en el cual gobierna una minoría, mientras que la violencia tiende a la destrucción de ese orden”. La burguesía habría empleado la fuerza desde los inicios de la modernidad; el proletariado reaccionaría contra ella mediante la violencia, noción que Sorel vinculaba a la lucha de clases. (7) La delimitación del fenómeno de la violencia política al ámbito de lo ilegítimo que se ha hecho sobre la base de la diferenciación soreliana plantea importantes problemas epistemológicos. ¿Dónde se encuentran los límites precisos del ejercicio de la fuerza legítima? ¿Dónde la frontera entre fuerza legítima y violencia ilegítima? ¿Desde la perspectiva de quién? (8)
Walter Benjamin alcanzó el núcleo de la cuestión en su texto de 1921 “Zur Kritik der Gewalt”. En él, el crítico alemán hace referencia a la doble función de la violencia, como fundadora y como conservadora de derecho: la primera legitima la victoria, la segunda impide que sean fijados nuevos objetivos. La dicotomía entre ambas se establece a partir de su origen filosófico. El derecho natural legitima la violencia, entendida como un mero mecanismo legítimo, cuando se utiliza para la consecución de objetivos justos. La violencia es concebida, desde esta perspectiva, como un hecho natural anterior al contrato social entre individuos; la renuncia a ella en favor del Estado descansa en este último presupuesto, el del contrato social. En cambio, el derecho positivo no atiende a la justicia de los objetivos, sino a la legitimidad de los medios. Si el derecho natural justificaba los medios en base a la justicia de los objetivos, el derecho positivo quiere garantizar la justicia de los objetivos mediante la legitimación de los medios. Para ello, identifica el origen histórico de las formas de violencia que son legitimadas, cuyo reconocimiento implica la “sumisión” a sus objetivos. En consecuencia, para Benjamin la violencia forma parte de manera latente de toda institución de derecho. La pretensión de despojar los asuntos políticos de ese carácter violento aparece como una falacia -lo que no impide que un conflicto pueda ser resuelto de forma no violenta. (9)
El mismo problema enunciado por Benjamin es el que plantea Carl Schmitt en sus disertaciones sobre la soberanía, dentro de su Teología política, de 1922. No por casualidad, algunas de las reflexiones previas del jurista alemán sobre la cuestión habían servido a Benjamin como referencia. La consabida formulación de Schmitt -soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción- nos sitúa ante la paradoja de la soberanía, que no es sino el equivalente a la falacia de la que nos hablaba Benjamin: el soberano se encuentra al mismo tiempo dentro y fuera del ordenamiento jurídico; su decisión demuestra que no tiene necesidad del derecho para crear derecho. Por lo tanto, la soberanía queda fuera del ámbito del derecho: al disponer del poder legal para suspender la validez de la ley, el soberano se sitúa fuera del orden jurídico normalmente vigente, pero -y ahí es donde radica la paradoja- lo hace acorde con él. (10)
A la luz de ambas argumentaciones, aparece como una evidencia que la soberanía implica siempre, en su origen constitutivo, un acto de violencia. El uso de la fuerza en la confrontación de proyectos políticos se presenta, pues, como el núcleo de cualquier reflexión que pretenda aproximarse al papel de la violencia en los asuntos públicos, de poder. No deja de ser significativo, a este respecto, que el término alemán Gewalt contenga a la vez ambos significados: violencia y poder.
Más allá de la terminología, han sido distintas -y a menudo poco coincidentes entre sí- las perspectivas adoptadas en el estudio de la violencia política. A muy grandes rasgos, dos son los enfoques que han prevalecido: por una parte, el que ha puesto el énfasis en los condicionantes psicológicos de los individuos implicados en acciones violentas; por otra, el que desplaza su foco de atención hacia la acción colectiva y su carácter racional. Entre los primeros, y sin ningún ánimo de exhaustividad, pueden citarse por su influencia las teorías de la privación relativa (11) y las aproximaciones centradas en los factores psicológicos y la vida privada de los “terroristas” entregados al fanatismo (12) aportaciones que han tendido a ser superadas. El segundo grupo, a su vez, ha permanecido por lo general encorsetado por los modelos teóricos procedentes de la sociología y la politología, (13) mientras otros campos seguramente más interesantes, como el del estudio de las culturas militantes, han permanecido menos explorados o abordados solo de manera parcial.
Pese a que, por norma general, las perspectivas propias del segundo grupo de autores han ido ganando terreno y convirtiendo en obsoletas las del primero, no han sido extrañas en el contexto académico las explicaciones deudoras de la aproximación micro, centrada en los factores individuales. Considerando “fundamentales” este tipo de motivaciones, uno de los autores más prolíficos y laureados en la materia en el ámbito académico español – y, a la vez, con más presencia en los medios de comunicación- ha aducido como factores explicativos de la militancia en organizaciones armadas, entre otros, la “desesperación”, la “rabia”, la “venganza” (14), la anomia asociada al radicalismo juvenil, la “frustración” y el “odio”. Si a ello sumamos la pretendida propensión a la violencia de ciertas ideologías –como el nacionalismo vasco “étnico que ha producido exclusión, intolerancia y por fin violencia”-(15) y la consideración del fenómeno como “patológico”, (16) el cuadro resultante probablemente se acerque más al de las invectivas políticas que al del análisis crítico que se presupone a cualquier investigación. Para concluir que “nada justifica el terrorismo”, puesto que “es perverso per se”, ya está la publicística.(17) Desde otras disciplinas el dislate ha sido todavía mayor. Partiendo de la psiquiatría, por ejemplo, se ha postulado la intervención de factores neurocognitivos en la conducta de los atacantes suicidas, aun reconociendo curioso ejercicio de ciencia experimental que no hay datos biológicos directos sobre esas personas que puedan ser tomados como referencia. (18)
Tomando algunas de las aportaciones de los enfoques sociológicos y del estudio de las culturas políticas, en cambio, se ha planteado la necesidad de historiar la violencia política para poder comprenderla, opción que arroja resultados algo más satisfactorios.(19) Inscritas en el relato de los acontecimientos, las formas de violencia aparecen no como algo extraño al devenir de la humanidad -o propias de algunos individuos con características particulares-, sino como una pieza más de los procesos históricos.
El recurso a la violencia ha sido recurrentemente asociado a la época, presumiblemente ya superada, de las grades utopías y milenarismos: “Durante la mayor parte del siglo XX, las ideologías políticas han incluido, con pocas excepciones […], un elemento de fuerza: el mundo al que se aspiraba, se soñara en el futuro o en el pasado, se llegara a él por una revolución o una restauración, no alumbraría sin dolores de parto.” (23) Fascismo y comunismo han sido así denostados como los grandes responsables de la impronta violenta que marcó el Novecientos, con algunas bestias negras -caso del anarquismo de principios de siglo- como actores de reparto. Este tipo de relatos, que parten del supuesto que “la ideología, que antes fue el camino de la acción, ha venido a ser un término muerto”, (24) se han retroalimentado con visiones ahistóricas de nuestro pasado más reciente, como la que ha reunido, bajo la misma etiqueta de totalitarismo, experiencias tan dispares como el régimen nacionalsocialista alemán y la Unión Soviética. En una propuesta analítica cuanto menos simplista, la principal valedora de esa categorización, Hannah Arendt, ha defendido que, en su fase final, el “totalitarismo” apareció como “mal absoluto”. Llegando casi a la caricatura, Arendt incluso trazó un paralelismo entre la revolución permanente -concepto al que atribuía la paternidad de las purgas estalinianas posteriores a 1934- y la selección racial nazi, concebida como palanca para la radicalización constante de las normas a través de las que se realiza el exterminio de los incapaces, entre ellos los del propio partido. (25)
En contraste con las aproximaciones reseñadas, que contemplan la historia bien como una estatuaria congelada, bien como fruto de una evolución lineal, seguramente resulta mucho más productivo acercarse a nuestro pasado concibiéndolo como un proceso, en el que las categorías adquieren utilidad solamente cuando parten del análisis detallado de los acontecimientos y constituyen un fiel reflejo de ellos, y en el que nada está prefigurado de antemano ni los caminos son unidireccionales. En el estudio de la violencia política, como en el de tantos otros fenómenos sociales, tan útil resulta deshacernos de los corsés a veces impuestos por algunas disciplinas -tales como la ciencia política o la sociología-, como desembarazarnos del pesado legado de la concepción lineal de la historia.
Notas
1: Johan Galtung, “Violence, Peace and Peace Research”, Journal of Peace Research, 6-1 (1969), 167-191; Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers. Les étudiants et la culture (París: Minuit, 1964); Pierre Bourdieu, La domination masculine (París: Seuil, 1998).
2: Entre la bibliografía existente sobre el fenómeno, normalmente focalizada en los años setenta, pueden destacarse, por ejemplo: Christoph U. Schminck-Gustavus, El renacimiento del Leviatán (Barcelona: Fontanella, 1982); Luigi Ferrajoli y Danilo Zolo, Democrazia autoritaria e capitalismo maturo (Milán: Feltrinelli, 1979); Romano Canosa, Diritto e rivoluzione (Milán: Gabriele Mazzotta, 1977); Giuseppe Riccio, Politica penale dell’emergenza e Constituzione (Nápoles: Edizioni Scientifiche Italiane, 1982); Maria Rita Prette, ed., Il carcere speciale (Dogliani: Sensibile alle Foglie, 2006); Pasquino Crupi, Processo a mezzo stampa. Il 7 aprile (Venecia: Com 2, 1982); Enzo Collotti, Esempio Germania. Socialdemocrazia tedesca e coalizione socialliberale 1969-1976 (Milán: Feltrinelli, 1977); Klaus Croissant et al., À propos du procès Baader-Meinhof, Fraction armée rouge. La torture dans les prisons de la RFA (París: C. Bourgois, 1975); Robert Boure, Les interdictions professionnelles en Allemagne fédérale (París: Maspero, 1978); Jacques Denis, Liberté d’opinion … Verboten. Les interdictions professionnelles en RFA (París: Éditions sociales, 1976); Maurice Rajfus, Mai 1968. Sous les pavés, la répression. Juin 1968 mars 1974 (París: Le cherche midi, 1998); Fritz Dupont [seudónimo colectivo], La sécurité contre les libertés. Le modèle ouest-allemand, modèle pour l’Europe? (París: Études et Documentation Internationales, 1979); Klaus Croissant, Proceso en la República federal alemana (Barcelona: Anagrama, 1979).
3: Max Weber, El político y el científico (Madrid: Alianza, 1967), 83-84.
4 “Terreur”, en Dictionnaire historique de la langue française, dir. Alain Rey, tomo 2 (París: Dictionnaires Le Robert, 1992), 2107-2108.
5: Karl Kautsky y Lev Trotski, Terrorismo y comunismo. El anti-Kautsky (Madrid: Júcar, 1977), 169-170. El subrayado es añadido.
6: Eduardo González Calleja, La violencia en la política. Perspectivas teóricas sobre el empleo deliberado de la fuerza en los conflictos de poder (Madrid: CSIC, 2002), 270-271.
7: Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia (Madrid: Alianza, 2005 [1908]), 231.
8: Esas son algunas de las objeciones planteadas por Charles Tilly, Violencia colectiva (Barcelona: Hacer, 2007), 26-27.
9: Walter Benjamin, “Para la crítica de la violencia” [1921], en Angelus novus (Barcelona: Edhasa, 1971), 171-199.
10: Carl Schmitt, “Teología política” [1922], en Estudios políticos. La época de la neutralidad. Teología política. El concepto de la política (Madrid: Cultura Española, 1941), 33-108.
11: Ted Robert Gurr, Why Men Rebel (Princeton: Princeton University Press, 1972).
12: Walter Laqueur, Terrorismo (Madrid: Espasa-Calpe, 1980).
13: Tilly, Violencia colectiva; Donatella della Porta, Political Movements, Political Violence and the State. A Comparative Anlalysis of Italy and Germany (Cambridge: Cambridge University Press, 1995).
14: Fernando Reinares, Terrorismo y antiterrorismo (Barcelona: Paidós, 1998), 105, 107 y 109.
15: Fernando Reinares, Patriotas de la muerte. Quiénes han militado en ETA y por qué (Madrid: Taurus, 2001), 44, 121 y 10.
16: Fernando Reinares, “Sociogénesis y evolución del terrorismo en España”, en España. Sociedad y política, ed. Salvador Giner, vol. I (Madrid: Espasa-Calpe, 1990), 353.
17: Benjamin Netanyahu, Fighting Terrorism. How Democracies Can Defeat Domestic and International Terrorists (Nueva York: Farrar Straus Giroux, 1995), 21. En inglés en el original.
18: Adolf Tobeña, Mártires mortíferos. Biología del altruismo letal. Un itinerario por el cerebro de los suicidas atacantes (Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2005).
19: Javier Muñoz Soro, José Luis Ledesma y Javier Rodrigo, coords., Culturas y políticas de la violencia. España siglo XX (Madrid: Siete Mares, 2005).
20: Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre (Barcelona: Planeta, 1992).
21: Eric J. Hobsbawm, Historia del siglo XX. 1914-1991 (Barcelona: Crítica, 2003), 22. En una posterior recopilación de artículos, el autor da la cifra de 87 millones de personas muertas directa o indirectamente a causa de la guerra a lo largo del siglo, lo que equivale a más del 10 % de la población mundial de 1913. Eric J. Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo XXI (Barcelona: Crítica, 2007), 1. Los cálculos de Charles Tilly ofrecen unos resultados incluso mayores: 100 millones de muertos como consecuencia directa de acciones a cargo de unidades militares gubernamentales, y una cifra comparable a raíz de los efectos indirectos de la guerra. Tilly, Violencia colectiva, 55.
22: Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política (Madrid: Marcial Pons, 2007), 17.
23: Santos Juliá, “Violencia política en España, ¿Fin de una larga historia? En Violencia política en la España del siglo XX, dir. Santos Juliá (Madrid: Taurus, 2000), 11.
24: Daniel Bell, El fin de las ideologías (Madrid: Tecnos, 1964), 542.
25: Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism (Cleveland: The World Publishing Company, 1958 [1951]), cap. XII. Sobre los usos -y abusos- del concepto de totalitarismo, resulta especialmente sugeridora la panorámica trazada por Enzo Traverso, Il totalitarismo. Storia di un dibattito (Milán: B. Mondadori, 2002).
Fuentes:
Ana Sofia FERREIRA João MADEIRA Pau CASANELLAS (coord.), Violência política no século XX Um balanço, Lisboa, Instituto de História Contemporânea 2017.