Aunque hay diferentes tendencias dentro del nacionalismo español conservador, dos presupuestos dominantes subyacen a la mayor parte de su imaginario sobre el pasado, uno teológico, es decir, una creencia en el determinismo histórico de la formación de la Nación, y otro organicista, el principio de que la Nación es un organismo vivo, una fuerza perenne cuya naturaleza no depende únicamente de la época ni de las personas que viven en ella. Una sofisticada expresión de este principio fue la enunciada por Ortega y Gasset. El filósofo madrileño abogó por una España liberal, pero su concepto de Nación fue utilizado tanto por demócratas como por falangistas y tuvo una notable influencia en la derecha democrática a partir de 1976.
Por otro lado, sectores tradicionales de la Iglesia católica, incluidos miembros de su jerarquía, han desempeñado un importante papel en la difusión del mito teológico de una tradición ininterrumpida de españolidad desde la creación de la provincia romana de Hispania. Como era de esperar, estos eclesiásticos consideran al catolicismo como el elemento nuclear de la identidad española, reciclando así, si bien de un modo mucho más moderado, el viejo mito menendez-pelayista que presentaba los valores de la Ilustración y el liberalismo como perversiones extranjeras que habían envenenado la esencia de España, Rouco Varela, 2005. Y, también, en la línea del determinismo histórico, los políticos conservadores tienden a destacar la Monarquía y la Reconquista como fuentes de la identidad española, con lo que se excluye a la España islámica y judía del canon de la cultura nacional. Tal vez la expresión más autorizada desde el punto de vista institucional en la nueva democracia de esta interpretación tradicional de la Nación fuera el informe colectivo publicado en forma de libro por la Real Academia de Historia en 1998. En él se afirma que la identidad española era ya una «intuición» en los tiempos prehistóricos hasta que el Imperio romano la dotó de expresión política consciente con la creación de la Provincia de Hispania. Los visigodos son presentados como los fundadores de la España independiente y como los instauradores de la Monarquía, la pertenencia a la raza blanca y la cristianidad como expresiones fundamentales de la identidad nacional.
El axioma de que España como nación moderna nació en el siglo XV no es una noción inventada, aunque no existía como entidad legal en 1492. De tal manera que la legalidad de aquella época no la podemos enjuiciar con criterios del siglo XXI. La monarquía compuesta castellano-aragonesa gobernaba un conjunto de territorios que quedaron incluidos dentro del Imperio de los Habsburgo en 1516, aunque era una unión de territorios que seguían conservando sus Instituciones, culturas y lenguas, como si fuera un Estado federal.
En ningún lugar ha sido tan manifiesta la actitud de las izquierdas de rememorar el terrible pasado más inmediato de los principios de la II República, la Guerra Civil y la Dictadura con la Ley de la Memoria Histórica, cuando los integrantes socialistas y post-comunistas del Ayuntamiento de Madrid exigieron cambiar los nombres de 360 calles dedicadas a líderes del antiguo Régimen y se suprimieran otros símbolos del mismo, moción que fue rechazada alegando que «los madrileños no están preocupados por cosas que ocurrieron hace 70 años».
Al hacer la Constitución el único punto de referencia del pasado reciente, los conservadores intentaban eliminar la confrontación y la separación entre las dos Españas. Como afirmó un portavoz conservador, el partido «no tiene más historia que la Constitución y la democracia» para no usar la historia como arma política, olvidándose que un buen estratega de Estado debe reconocer, respetar, conocer y honrar a todos los españoles que dieron su vida por la Patria antes de la aprobación de la Carta Magna que no deja de ser «otra más» de las que se ha dotado España desde 1812 con la Pepa.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.