Reflexiones en vísperas electorales.

Todo estudiante de ciencia política aprende, desde las primeras lecturas de Nicolás Maquiavelo, un principio básico: en el mundo moderno la política y la moral deben ir separadas. Esta forma de enseñar a los politólogos, que serán los observadores de la política, no hace otra cosa que responder a la descripción de lo que hacen los políticos en la realidad. Para actuar en el campo de poder, el político no necesita la moral, solo necesita saber cumplir los acuerdos que asume, no importa si esos acuerdos son buenos o son malos. Tener principios o ser una persona con valores no es tan importante para la clase política como tener la certeza de que con quien se pacta es capaz de cumplir con lo pactado. En ese sentido el político tampoco necesita guardar afectos, solo necesita saber guardar las formas de relación personal políticamente correctas. En todo caso, lo más cercano a un código moral que tienen los políticos es el respeto a las reglas del juego del poder. Pero esto no tiene, necesariamente, una relación directa con la idea o la intención de hacer el bien.

Por mucho que esta separación entre moral y política pueda parecernos alarmante —pues suponemos que, como mínimo deseable, el gobernante debe tener moral—, separar ambas dimensiones es una forma de protegernos, para no formar elevadas expectativas sobre lo que los hombres políticos son y sobre lo que pueden en realidad hacer. Si nos acercamos a la actuación de los políticos desde este enfoque, según el cual el político actúa por acuerdos y no por valores, muchas cosas que se manifiestan como incongruentes, incorrectas e inexplicables —como las alianzas entre grupos de ideologías enemigas, las entrevistas entre personas públicamente enfrentadas o la aprobación de proyectos promovidos con argumentos endebles, falsos o irregulares— nos parecerán, si no más congruentes, por lo menos más explicables.

Claro que los políticos siempre podrán aludir a la moral en sus discursos y podrán hacernos escuchar lo que nos gusta oír, pero el cumplimiento efectivo de sus promesas de campaña o de gobierno siempre pasará por una complicada red de equilibrios e intereses al interior de la clase política, la cual terminará desviando el discurso moral hacia la realidad de lo posible. Vaya que la política se describe como el arte de lo posible y no de lo deseable. Y como bien lo advertía Max Weber a aquellos que estiman a la política como un arma para hacer el bien:

“Los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo estaba regido por demonios y que quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con poderes diabólicos y sabe que para sus acciones no es cierto que del bien solo salga el bien y del mal solo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario. Quien no vea esto es, en realidad, un niño desde el punto de vista político”.

El texto en el que Weber escribió esto se titula “La política como profesión” y fue pronunciado en Alemania, en 1919. Sigue vigente para quien hoy quiera ser un político profesional.

Aunque parezca contradictorio, cuando Maquiavelo propuso la necesidad de separar la moral de la política, era porque se daba cuenta de que en esta relación la moral nunca sometía a la política, sino que la política siempre sometía a la moral, y la transformaba en un instrumento del poder. Al referirse a la moral, los políticos pueden justificar sus acciones: reprimir por el bien de la patria, emprender guerras para buscar la paz, y un sin fin de trampas demagógicas como estas.

En la época en que vivió Maquiavelo, el Renacimiento, la Iglesia había llegado a niveles inaceptables de utilización de la moral como herramienta justificadora del poder. La corrupción eclesiástica era un espectáculo desvergonzado: tráfico de influencias, saqueo y concentración de riqueza, uso de símbolos sagrados del cristianismo para manipular al pueblo y vida disoluta de muchos de los prelados. Maquiavelo presenció el poder que le daba a la política ligarse al discurso moral, decirle al pueblo que el poder que ejercía el rey era con la bendición e, incluso, la imposición de Dios. La moral, al servicio condicionado de la política, logra doblegar el alma de los gobernados a favor de los poderosos.

Mucho se ha criticado a Maquiavelo, particularmente en su libro El Príncipe, en el que, de manera descarnada, habla de lo único que debe preocuparle al político: mantener el poder. Si para hacerlo debe parecer bueno, desarrollar alianzas o traicionar a alguien, osa que es muy arriegada, tiene que ir conforme a una muy calculada evaluación de los costes y los beneficios que el político obtendrá de tal acción. Hasta aquí, la moral no juega ningún papel en el análisis político del escritor italiano y, si nos fijamos bien, no sería necesario ni considerarla, ya que es suficiente con el desnudo código político. Introducir la moral generaría ruido en el análisis del poder, ya que nadie realmente moral puede decir que hacer el bien es una opción entre otras. Para el hombre moral buscar el bien es una forma de vida, y la única opción. Con la propuesta de separación entre moral y política, Maquiavelo da en la clave: para entender la política hay que saber que un verdadero político dejará de ser moral si eso conviene a sus intereses. Los políticos que intentan ser primero hombres morales que hombres políticos, quizá puedan sobrevivir algún tiempo dentro del sistema, pero seguramente luego serán descartados, apartados, excluidos o expulsados del campo del poder.

Otro gran aporte de la separación entre moral y política es que evita las guerras de exterminio al interior de la propia clase política. En términos llanos, Maquiavelo diría: si los políticos se asumen como son, hombres con intereses y no ángeles vengadores, entonces tienen todas las posibilidades de sentarse a negociar cuando hay conflicto entre ellos. Pero cuando con falsedad los políticos comienzan a decir que representan al partido del bien, al grupo de los buenos, a la sección de los puros, entonces estamos en vísperas de un conflicto de exterminio. La razón es simple: el bien nunca negociará con el mal. Cuando una parte de la clase política se asume como representante del bien absoluto y, peor aún, cuando por un extraño juego psicológico llega incluso a creer que lo que piensa es totalmente verdadero, entonces se cierran las posibilidades de diálogo, de negociación, y se avanza hacia el exterminio del otro: el exterminio del mal. Sea este discurso asumido en el fuero interno de los políticos o no, cuando alguna parte de la elite política comienza a aludir al bien contra el mal, el escenario tiende a radicalizarse o está radicalizado. Lo que Maquiavelo, padre de la ciencia política moderna, pediría a los políticos es: reconózcanse en su miseria humana y siéntense a negociar.

Mucho más hay que decir sobre esta compleja relación entre moral y política, cosas de las cuales todos hemos practicado un poco. Por ahora basta con señalar que la paradoja de Maquiavelo, quien al separar ambas logra salvar a la moral —y con ella a los hombres morales—, desenmascarar a la política y hacer entender las acciones de los hombres políticos, quizá sea útil en estos momentos de vísperas electorales y radicalización en el campo del poder.

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