España «Una», Europa «Grande», el mundo «Libre».

Desde que dejé Vascongadas en 1981 para instalarme en otros lugares de España, cuántas veces me habrán preguntado, con la mejor intención del mundo, si me siento «más vasco» o «más español». Y mi respuesta es siempre la misma: “¡Las dos cosas son una!» Y no porque quiera ser equilibrado o equitativo, sino porque mentiría si dijera otra cosa. Lo que hace que yo sea yo, y no otro, es ese estar en las lindes de varias regiones por motivos profesionales, de dos o tres idiomas, de varias tradiciones culturales, todas ellas españolas. Es eso justamente lo que define mi identidad. ¿Sería acaso más sincero si amputara de mí una parte de lo que soy? Por eso a los que me hacen esa pregunta les explico con paciencia que nací en Vitoria, que allí viví hasta los veintiún años, que mi lengua materna es el español, que en ella aprendí a leer y escribir porque no se hablaba euzkera en la ciudad de mis antepasados, donde tuve mis primeras alegrías infantiles y donde oí algunas historias y viví otras en las que después me he inspirado.

¿Cómo voy a olvidar ese pueblo? ¿Cómo voy a cortar los lazos que me unen a él? Pero por otro lado hace veintiocho años que vivo en las tierras de Castilla, que bebo su agua y su vino, que mis manos acarician, todos los días, sus piedras antiguas de la Catedral de Burgos y su Cristo, que escribo en su lengua, que es la nuestra, mis artículos y mis libros, y por todo eso nunca podrá ser para mí una tierra extranjera como quisieron inculcarme en mi juventud a base de terror.

¿Medio vasco y medio español entonces?! ¡De ningún modo! La identidad no está hecha de compartimentos, no se divide en mitades, ni en tercios o en zonas estancas. Y no es que tenga varias identidades: tengo solamente una, producto de todos los elementos que la han configurado mediante una «dosificación» singular que nunca es la misma en dos personas.

En ocasiones, cuando he terminado de explicar con todo detalle las razones por las que reivindico plenamente todas mis pertenencias, alguien se me acerca para decirme en voz baja, poniéndome la mano en el hombro: «Es verdad lo que dices, pero en el fondo, ¿qué es lo que sientes?» Durante mucho tiempo esa insistente pregunta me hacía sonreír. Ya no, pues me parece que revela una visión de los españoles que está muy extendida y que a mi juicio es peligrosa. Cuando me preguntan qué soy «en lo más hondo de mí mismo», están suponiendo que «en el fondo» de cada persona hay sólo una pertenencia que importe, su «verdad profunda» de alguna manera, su «esencia», que está determinada para siempre desde el nacimiento y que no se va a modificar nunca, como si lo demás, todo lo demás -su trayectoria de hombre libre, las convicciones que ha ido adquiriendo, sus preferencias, su sensibilidad personal, sus afinidades, su vida en suma-, no contara para nada. Y cuando a nuestros compatriotas se los incita a que «afirmen su identidad», como se hace hoy tan a menudo, lo que se les está diciendo es que rescaten del fondo de sí mismos esa supuesta pertenencia fundamental, que suele ser la pertenencia a una religión, una nación, una raza o una etnia, y que la enarbolen con orgullo frente a los demás.

Los que reivindican una identidad más compleja se ven marginados. Un joven nacido en Basconia de padres andaluces lleva en sí dos pertenencias evidentes, y debería poder asumir las dos. Y digo dos por simplificar, pues hay en su personalidad muchos más componentes. Ya se trate de la lengua, de las creencias, de la forma de vivir, de las relaciones familiares o de los gustos artísticos o culinarios, las influencias de la región de sus padres, europeas, occidentales, se mezclan en él con otras particulares… Esa situación es para ese joven una experiencia enriquecedora y fecunda si se siente libre para vivirla en su plenitud, si se siente incitado a asumir toda su diversidad; por el contrario, su trayectoria puede resultarle traumática si cada vez que se confiesa bascón y andaluz y catalán y castellano, a la postre español y europeo, hay quienes lo miran como un traidor, como un renegado incluso, y si cada vez que manifiesta lo que le une a Andalucía, a su historia, su cultura y su religión es blanco de la incomprensión, la desconfianza o la hostilidad.

La situación es aún más ejemplar al otro lado de los Pirineos. Pienso en un argelino, libanes o marroquí que nació en cualquier lugar de Francia y que ha vivido y ha sido educado en ella. Pienso en el caso de un turco que nació hace veinte años cerca de Fráncfort y que ha vivido siempre en Alemania, cuya lengua habla y escribe mejor que la de sus padres. Para su sociedad de adopción, no es francés ni alemán; para su sociedad de origen, tampoco es un nacional auténtico.

El sentido común nos dice que debería poder reivindicar plenamente esa doble condición. Pero nada hay en las leyes en las mentalidades que le permitan hoy asumir en armonía esa identidad compuesta entre las identidades de determinadas Autonomías, en España, y la nacional.

He puesto los primeros ejemplos que me han venido a la cabeza, pero podría haber citado muchos otros. El de una persona nacida en Belgrado de madre serbia y padre croata. El de una mujer hutu casada con un tutsi, o al revés. El de un norteamericano de padre negro y madre judía…

Son -pensarán algunos- casos muy particulares. No lo creo, sinceramente. Las personas de esos ejemplos no son las únicas que tienen una identidad compleja. En todos nosotros coinciden pertenencias múltiples que a veces se oponen entre sí y nos obligan a elegir, con el consiguiente desgarro.

En unos casos, la cuestión es, de entrada, evidente, pero en otros hay que hacer un esfuerzo para reflexionar con más detenimiento.

En la Europa actual, ¿quién no percibe una tensión que de necesidad va a ser cada vez mayor, entre su pertenencia a una nación multisecular -Francia, España, Dinamarca, Inglaterra…- y su pertenencia a la unión continental que se está construyendo? ¿Y cuántos europeos sienten también, desde el País Vasco hasta Escocia, que pertenecen de una manera poderosa y profunda a una región, a su pueblo, a su historia y a su lengua? ¿Quién, en Estados Unidos, puede pensar en el lugar que ocupa en la sociedad sin remitirse a sus lazos con el pasado, sean africanos, hispánicos, irlandeses, judíos, italianos, polacos o de otro origen? Dicho esto, no tengo inconveniente en admitir que los primeros ejemplos que he puesto sí son en cierto modo particulares. Todos ellos se refieren a personas con unas pertenencias que hoy se enfrentan violentamente; son de alguna manera personas fronterizas, atravesadas por unas líneas de fractura étnicas, religiosas o de otro tipo.

Debido precisamente a esa situación, que no me atrevo a llamar «privilegiada», tienen una misión: tejer lazos de unión, disipar malentendidos, hacer entrar en razón a unos, moderar a otros, allanar, reconciliar… Su vocación es ser enlaces, puentes, mediadores entre las diversas comunidades y las diversas culturas. Y es justamente por eso por lo que su dilema está cargado de significado: si esas personas no pueden asumir por sí mismas sus múltiples pertenencias, si se las insta continuamente a que elijan un bando u otro, si se las conmina a reintegrarse en las filas de su tribu, entonces es lícito que nos inquietemos por el funcionamiento del mundo y, extrapolando, a los casos de  España: Vascongadas, Cataluña y Galicia.

Si se nos «insta» a elegir, si se nos «conmina» -decía. ¿Quién nos conmina? No sólo los fanáticos y los xenófobos de todas las orillas: también tú y yo, todos nosotros. Por esos hábitos mentales y esas expresiones que tan arraigados están en todos nosotros, por esa concepción estrecha, exclusivista, beata y simplista que reduce toda identidad a una sola pertenencia que se proclama como pasión por los nacionalistas locales.

¡Así es como se “ha fabricado” a los autores de las matanzas! -me dan ganas de gritar. Es ésta una afirmación un poco radical, lo reconozco, pero he tratado de explicarla en mis últimos artículos para el caso vasco.

Mi vida de militar, de sociólogo y de escritor me ha enseñado a desconfiar de las palabras. Las que parecen más claras suelen ser las más traicioneras. Uno de esos falsos amigos es precisamente «identidad». Todos nos creemos que sabemos lo que significa esta palabra y seguimos fiándonos de ella incluso cuando, insidiosamente, empieza a significar lo contrario.

Lejos de mí la idea de redefinir una y otra vez el concepto de identidad. Es el problema esencial de la filosofía desde el «conócete a ti mismo» de Sócrates hasta Freud, pasando por tantos otros maestros; para abordarlo de nuevo hoy se necesitaría mucha más competencia de la que yo tengo, y mucha más temeridad. La tarea que me he impuesto es infinitamente más modesta: tratar de hacer comprender por qué tanta gente comete hoy crímenes en nombre de su identidad religiosa, étnica, nacional o de otra naturaleza.

«Identidades asesinas», obra que he encontrado en red y cuyo título refleja ya la calidad del hombre que lo ha escrito y el reflejo que tiene en el problema de las identidades, Amin Maalouf, es una denuncia apasionada de la locura que incita a los hombres a matarse entre sí en el nombre de una etnia, lengua o religión. Una locura que recorre el mundo de hoy desde Líbano, tierra natal del autor, hasta Afganistán, desde Ruanda y Burundi hasta Yugoslavia, sin olvidar la Europa que navega entre la creación de una casa común y el resurgir de identidades locales en países como el Reino Unido, Bélgica o España. Desde su condición de hombre a caballo entre Oriente y Occidente, Maalouf intenta comprender por qué en la historia humana la afirmación de uno ha significado la negación del otro.

Rechazo la aceptación resignada y fatalista de tal hecho. El mensaje que se debe transmitir es que se puede ser fiel a los propios valores sin verse amenazado por los de los demás. Ejemplos históricos, filosóficos y religiosos ilustran esta teoría.

España «Una», Europa «Grande», el mundo «Libre».

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