El término “terror” apareció por primera vez en el léxico político práctico para definir, y en principio no de forma negativa, el régimen excepcional mantenido por el Comité de Salud Pública de abril de 1793 a julio de 1794. En contraste, el concepto de “terrorismo” surgió en la etapa thermidoriana de la Revolución Francesa como un término despectivo referido al sistema de gobierno desplegado por la Convención. La palabra “terrorismo” figuró desde 1798 en el Dictionnaire de l’Académie Française, donde quedó fijado como “système, régime de terreur”, en un sentido peyorativo del que carecía antes de Thermidor. El concepto ingresó en el lenguaje político inglés en 1795 como “Government by intimidation” o “A policy intended to strike with terror those against whom it is adopted” (Oxford English Dictionary). Por aquel entonces, el terror era entendido en exclusiva como un régimen, o como una práctica característica del poder estatal, cuya virtualidad era recurrir de forma sistemática a la violencia contra personas y cosas, provocando de ese modo un ambiente de temor generalizado. Tras el proceso revolucionario de 1848, y en vista de los descorazonadores resultados obtenidos por la insurrección de masas al estilo blanquista o mazziniano, desde mediados del siglo XIX comenzó a plantearse la viabilidad revolucionaria de las acciones violentas individuales. Junto a Blanqui o Marx y Engels, la tercera propuesta que marcó el ocaso del guerrillero tradicional es el ensayo Der Mörd (Asesinato) escrito en 1848 y publicado al año siguiente por el activista alemán Karl Peter Heinzen (1809-1880), y que ha sido descrito como “la más importante declaración ideológica del terrorismo primitivo”.
A partir de los años treinta del siglo XX, el estudio sistemático del terrorismo había dejado de ser cosa de penalistas y criminólogos para interesar de forma creciente a sociólogos, politólogos y psicólogos sociales. Por ese entonces, el periodista y sindicalista judeoamericano de origen ruso Jacob Benjamin Salutsky Hardman, cercano al ala más liberal del partido demócrata en la era de Franklin D. Roosevelt, definió el terrorismo, no en términos descalificatorios, sino con pretensiones de objetividad como “método (o la teoría subyacente a ese método) a través del cual un grupo organizado o un partido trata de alcanzar unos determinados objetivos, principalmente mediante el uso sistemático de la violencia contra los agentes de la autoridad”. A diferencia de la intimidación, en la que un sujeto amenaza con una agresión o con un castigo severo en orden a que la víctima cumpla sus deseos, el terrorista actúa directamente y sin previo aviso contra aquellos que considera culpables o que interfieren en su programa revolucionario. En su opinión, los terroristas no amenazan; la muerte y la destrucción forman parte de su programa de acción.
Sin embargo, la propuesta seminal de Hardman, que vinculaba la estrategia terrorista con el empleo premeditado y sistemático de una violencia selectiva pero no prevista por las víctimas, no tuvo especial impacto en los estudios sobre la materia, que fueron preteridos durante casi treinta años en favor de otras modalidades más acuciantes de violencia insurgente, como la guerrilla. El terrorismo se siguió analizando en términos marcadamente psicológicos, en la línea del conductismo que enfatizaba el papel del aprendizaje como factor determinante del comportamiento individual. En 1939, un grupo de psicólogos de la Universidad de Yale dirigidos por John Dollard destacaron en la obra Frustration and Aggression la naturaleza reactiva de los comportamientos agresivos. El equipo de Dollard trató de analizar las causas de este comportamiento, y para ello elaboró una teoría de la relación causal entre la frustración y la agresión, que en su día fue aceptada con entusiasmo por una buena parte de la comunidad científica. En realidad, el paradigma del comportamiento colectivo violento, heredero académico respetable del irracionalismo finisecular presente en la psicología de masas de Le Bon y Tarde, depurado y “normalizado” en los años veinte por Robert Ezra Park y la Escuela de Chicago, y desarrollado hasta sus últimas consecuencias por Dollard, sirvió como arma intelectual para desacreditar los movimientos de masas característicos del período de entreguerras, y tratar de explicar las grandes confrontaciones que comenzaron en Estados Unidos con la revolución por los derechos civiles a fines de los cincuenta e inicios de los sesenta, en concreto las luchas no violentas en el Sur y los motines de ghetto en el Norte. Los sociólogos norteamericanos preocupados por el conflicto racial comenzaron a elaborar complejos modelos de situaciones de violencia política, y a analizar sus factores determinantes, aplicando sofisticados métodos estadísticos que, a la postre, evidenciaron una dudosa eficacia resolutiva. Por ese entonces, especialistas como James C. Davies, Ted Robert Gurr o Ivo K. y Rosalind L. Feierabend explicaron el descontento generador de agresividad como respuesta frente a la discrepancia que se producía entre la demanda de bienes sociales (riqueza, poder, estatus) y su satisfacción en una colectividad que disponía de recursos limitados. La violencia aparecía cuando un sector de la población percibía su situación como intolerable, o más bien cuando tiene cierta idea de lo que objetivamente merecía y no recibió en el transcurso de su vida. En otras palabras: el problema de la violencia se solucionaba como un sumatorio de sentimientos de frustración individual que generaban una sensación de privación relativa.
A mitad de los años setenta, cuando esta tendencia psicosociológica estaba en su apogeo, el psiquiatra de origen vienés Friedrich Hacker trató de analizar la relación entre la violencia sistemática y las perturbaciones psicológicas individuales en un sentido inverso al analizado por los especialistas de la privación relativa: su efecto sobre la población sometida a su influjo. Hacker destacó una faceta esencial del acto terrorista: que su efecto psicológico resulta tanto o más importante que las reales consecuencias físicas del acto violento, según la vieja máxima de Sun-Tzu a propósito del empleo del miedo en los conflictos armados: “matar a uno, aterrorizar a diez mil”. El miedo se convertía en la base conceptual del terrorismo, que definía como un método para inducir el miedo a través de acciones violentas repetidas. Hacker diferenció el terror (definido como “el empleo por los poderosos de la intimidación como instrumento de dominio”) del terrorismo, caracterizado como “la imitación y aplicación de los métodos del terror por los (al menos, en principio) débiles, los despreciados, los desesperados, que ven en el terrorismo el único medio de conseguir que se les tome en serio y se les escuche”.
Se hace necesario recordar una vez llegados a este punto, parte del artículo de Arturo Pérez Reverte cuando era corresponsal de guerra por los años 1970: “El escenario puede variar: ciudad, campo, selvas, desiertos, aire, mar. También los protagonistas. Movimientos de extrema derecha o extrema izquierda, frentes de liberación, grupos autóctonos independientes o infiltrados en territorios ajenos, autofinanciados o sostenidos por países vecinos o grandes potencias. Cada Estado se enfrenta como puede a la subversión que le ha tocado en suerte, pensando como único consuelo que se trata de un mal extendido mundialmente. En efecto, según las estadísticas, en el planeta hay al menos 40 “puntos calientes” donde la actividad subversiva alcanza cotas dignas de preocupación. En el último cuarto del siglo XX, donde existen todavía las minorías oprimidas y los atrasos políticos y sociales, la guerrilla y el terrorismo, armas de quienes son más débiles que el Estado contra el cual han decidido rebelarse, son fenómenos que, lejos de disminuir, aumentarán, a juicio de los expertos. Según el brigadier británico Frank Kitson en )“Operativos de baja intensidad’ Faber and Faber, Londres, 1971, se incrementaría a partir de la segunda mitad de la década de los 70 “el desorden civil, acompañado de sabotaje y terrorismo, especialmente en las áreas urbanas” De la misma opinión es Richard Clutterbuck en “Living with Terrorism “ Faber and Faber. Londres, 1975, profesor de Violencia Política en la Universidad de Exeter: ´El terrorismo aumentará porque, a corto plazo, arroja buenos dividendos. El chantaje político trae buenos resultados: terroristas convencidos son puestos en libertad, inmensas sumas de dinero se pagan como rescate, y la publicidad —en una escala inimaginable antes de la era de la televisión— se consigue gratis´.
Y continúa, “en toda guerra subversiva, el control de la población es el que asegura las probabilidades de éxito. Y el terrorismo es, precisamente, un arma de guerra subversiva encaminada a conseguir ese control. Su objetivo es conseguir, por una parte, demostrar el poder de la organización subversiva, y, por otra parte, crear el clima de incertidumbre e inseguridad en la población que la lleve a perder la confianza en el gobierno encargado de protegerla. Además, mientras en primer lugar se consigue la sumisión y el apoyo por miedo de la población a los terroristas, en segundo término, las operaciones antiterroristas llevadas a cabo por las fuerzas gubernamentales pueden volverse en contra del propio gobierno. Objetivo básico de la guerrilla es provocar reacciones violentas. Carlos Marighela, en su “Mini manual del guerrillero urbano,” “Adelphi Paper n.° 79” IISS, Londres, 1971, señala que cuando se recrudece el terrorismo “el gobierno no tiene más alternativa que intensificar la represión. Las redadas policiales, los rastreos de domicilios, el arresto de gente inocente y de sospechosos, el cerco de calles, hacen que la vida en la ciudad se vuelva intolerable. La dictadura militar se dedica a una persecución política masiva. Los asesinatos políticos y el terror policial se vuelven rutina”… En resumen, que la población termina alineándose junto a la organización subversiva contra el gobierno.”
Además de un medio de control social, el terror es también un mecanismo de comunicación que coarta y condiciona el comportamiento del receptor, que numéricamente es mucho más amplio que las víctimas directas de la agresión:
El terror y el terrorismo señalan y pregonan que, en cualquier tiempo y lugar, todos podemos estar amenazados, sin que importe el rango, los méritos o la inocencia de cada cual: es algo que puede afectar a cualquiera. La arbitrariedad con la que se elige a las víctimas está calculada, la imprevisibilidad de los actos es previsible, el aparente capricho suele estar perfectamente controlado, y lo que a primera vista puede parecer falta de objetivo es la verdadera finalidad de los actos terroristas que tienden a esparcir el miedo y la inseguridad y a mantener una constante incertidumbre. El terror y el terrorismo no son lo mismo, pero tienen entre sí cierta afinidad: ambos dependen de la propaganda, ambos emplean la violencia de un modo brutal, simplista y directo y, sobre todo, ambos hacen alarde de su indiferencia por la vida humana. El terror es un sistema de dominio por el miedo, aplicado por los poderosos; el terrorismo es la intimidación, esporádica u organizada, que esgrimen los débiles, los ambiciosos o los descontentos contra los poderosos. (F. Hacker, Terror: Mito, Realidad, Análisis, 1975)
“Quizá la definición más fría y lúcida del terrorista puro ha sido proporcionada por el coronel francés Roger Trinquier, veterano de Indochina y Argelia, y “cerebro” de los mercenarios de Tshombé durante la guerra de Katanga.
“El terrorista no debe ser considerado como un criminal ordinario —dice Trinquier—. En realidad, su trabajo se realiza dentro del marco trazado por su organización, sin que ello represente interés personal, y está guiado solamente por su deseo de ayudar a una causa que él considera noble. . . A una orden de sus superiores, mata sin tener el menor odio hacia sus víctimas, lo mismo que el soldado hace en su escenario. La única diferencia consiste en que sus víctimas son, por lo general, mujeres y niños, o personas completamente indefensas que son tomadas por sorpresa. – Sin embargo, el terrorista reclama los mismos honores (que el soldado) sin incurrir en las mismas obligaciones… Sus víctimas no pueden defenderse y el Ejército no puede emplear todas sus fuerzas en detenerle porque se esconde entre la misma población a la que ataca”, en “La Guerra moderna” Rioplatense, Buenos Aires.”
En mayor o menor intensidad, abarcando toda la gama de posturas ideológicas, con actividades que van desde pequeñas acciones individuales hasta la utilización de efectivos comparables en medios y organización a auténticos ejércitos, la subversión se encuentra, en sus diversas facetas, anclada en todos los rincones del mundo: guerrilla en campo abierto contra efectivos regulares o esa otra forma más “sucia” teóricamente hablando que es el terrorismo, urbano o rural.
“En Europa Occidental, cuyos problemas en esta área se vieron acrecentados con la actuación de las Brigadas Rojas en Italia y los grupos anarquistas en la República Federal alemana, existen numerosos “puntos calientes”, algunos de ellos con una larga tradición de violencia y otros de características más moderadas. Entre los más destacados se cuentan las áreas de actuación de los movimientos autonomistas corsos y bretones en Francia, el movimiento de liberación del Jura en Suiza, los separatistas escoceses y las diversas organizaciones paramilitares del Ulster, los nacionalistas moluqueños que actúan periódicamente en Holanda, los grupos terroristas que operan en España…
América, de Norte a Sur, alberga un amplio abanico de organizaciones y movimientos subversivos que actúan con mayor o menor intensidad y fortuna: el Frente de Liberación de Quebec, en Canadá, de carácter separatista y urbano; grupos urbanos de carácter patológico o racial en los Estados Unidos; el Movimiento Armado Revolucionario (urbano de izquierdas) y los grupúsculos guerrilleros rurales en Méjico; Guatemala tiene sus Fuerzas Armadas Revolucionarias (izquierda) y su Mano Blanca (derecha), ambas con carácter urbano y rural; en Haití, tanto en el campo como en los ámbitos urbanos, actúa un movimiento haitiano de liberación; en Nicaragua opera la guerrilla sandinista, urbana y rural; en Colombia actúan el ELN y el FARC; en Chile, los residuos del MIR; restos de los destrozados Tupamaros (izquierda urbanos) en Uruguay; Triple A (derecha) ERP y Montoneros (izquierda urbana y rural) en Argentina…
En Africa y Asia, la relación completa ocuparía varias páginas: citemos a modo de ejemplo el Chad, donde el gobierno local sólo se sostiene frente al empuje de las guerrillas gracias al sostén de los “consejeros” franceses; El Sáhara Occidental y Mauritania, áreas de actividad de la guerrilla saharaui, Eritrea, donde los movimientos nacionalistas FLE y FPLE actúan en casi la totalidad de la provincia norteña etíope; el Ogadén, donde operan las guerrillas somalíes; Yibuti, campo de tensiones a orillas del Mar Rojo; Zaire, con el FLNC amenazando constantemente a la provincia minera de Shaba; Angola, donde el gobierno izquierdista de Luanda debe enfrentarse a las guerrillas derechistas de la UNITA y el FLNA; Namibia, donde actúa el SWPO; Rhodesia y Sudáfrica, cuyos gobiernos combaten el nacionalismo armado de la población africana…
Para terminar la incompleta relación no pueden olvidarse las organizaciones palestinas, los movimientos de liberación de la península arábiga, los que actúan en Birmania, Thailandia, Filipinas, Japón, los movimientos separatistas que existen en Yugoslavia y en la Unión Soviética, activos unos, latentes otros…”
Así, desde sus orígenes como fenómeno político complejo, el terrorismo ha sido objeto de las más discordantes definiciones por parte de las distintas ciencias sociales. Mientras algunos autores han tratado de tipificarlo como un proceso, forma o estrategia de violencia política comparable a la insurrección, la rebelión, la guerra civil o el golpe de Estado, otros han estudiado su ideología, han prestado atención a sus implicaciones morales o lo han clasificado en función de su naturaleza, sus fines, la psicología y el comportamiento de sus actores o sus apoyos sociales. Al pasar revista a más de un centenar de definiciones, Alex P. Schmid encontró seis variantes fundamentales: 1) el efecto que causa un miedo extremo, en grado de tentativa o de ejecución; 2) un ataque contra el Estado desde dentro del mismo; 3) el propósito estratégico con el que se usa la violencia política; 4) el supuesto aleatorio o la naturaleza indiscriminada de la violencia terrorista; 5) la naturaleza de los objetivos de la violencia terrorista y 6) el secretismo en el uso de la violencia política. En consecuencia, las interpretaciones canónicas sobre el terrorismo han puesto el énfasis en los fines (su vinculación con un designio político, casi siempre contestatario), los medios (en organización y recursos) y los efectos (las definiciones psicológicas vinculadas con el miedo), lo que en ocasiones ha implicado la elaboración de definiciones legales o morales sobre su licitud o ilegitimidad.
Está claro que el terror va más allá de las normas de agitación política violenta que se aceptan en una sociedad, aunque ese nivel de extranormalidad varía en función de la sociedad y del momento histórico. Consiste en una radical negación de la legitimidad del contrario, y destaca sobre todas las cosas su carácter indiscriminado, arbitrario e irracional, ya que no puede preverse con exactitud la respuesta de las víctimas aterrorizadas, y su intención es destruir, o al menos alterar, el normal desenvolvimiento social, político y económico de un país, interfiriendo en la distribución del poder y de los recursos materiales o simbólicos en el seno de la comunidad. De hecho, el terrorismo aplicado de forma constante y prolongada tiene el poder de alterar profundamente el tejido social: aísla las comunidades y alimenta la ignorancia y la sospecha, inhibiendo la apertura, limitando la comunicación, destruyendo la confianza e invadiendo la privacidad. (T. Parsons, “El sistema social, 1982)
En general, una organización insurgente recurre sólo a métodos terroristas cuando ve ocluidos otros métodos más eficaces de acción revolucionaria, como la insurrección o la guerrilla, ya que carece de los recursos humanos y materiales necesarios para desafiar al Estado en ese terreno. El terror es una estrategia apropiada si los insurgentes disponen de un bajo nivel de apoyo político real, pero tienen un alto grado de apoyo potencial. Por eso, algunos autores consideran que la lucha terrorista es la primera fase de un proceso de insurgencia o guerra revolucionaria, cuando el grupo armado carece de espacio simbólico (legitimidad) o espacio físico (territorialidad) para hacer avanzar la subversión. Como son demasiado débiles para actuar como guerrilleros, los insurgentes luchan en primer lugar como terroristas, buscando adhesiones cuando la represión se extiende (fase política). En la segunda fase, los combatientes son capaces de alterar la gobernabilidad del poder dominante y sus aliados locales. Tras la interrupción de las funciones gubernamentales viene su sustitución con un anti-Estado que se extiende por el territorio como una mancha de aceite enrolando a la población en apoyo de los combatientes, destruyendo la administración del enemigo y reemplazándola por la de los insurgentes (fase administrativa). En la tercera fase, las formaciones guerrilleras se transforman en fuerzas armadas regulares y derrotan finalmente al enemigo (fase militar).
Es obvio, como corolario, que nos encontramos, en el caso de España y sus Movimientos nacionalistas, en la fase administrativa del proceso en la que los agentes de éste a través de BILDU se posicionan en las Instituciones del “Estado opresor” con la finalidad de destruirlas.