Independientemente de que nunca se haya llegado a una insurrección de masas, ni tampoco exista ningún caso en la historia moderna en el que una democracia europea haya sido destruida por un grupo terrorista y reemplazada por un régimen pro-terrorista (Crenshaw 1981; Linz et al. 1986), el terrorismo prolongado e intensivo puede ser muy dañino para los gobiernos democráticos y las sociedades que lo experimentan (Wilkinson 1987). Por definición, el terrorismo es antidemocrático por al menos dos razones. La primera porque algunas de las contramedidas gubernamentales implementadas pueden vulnerar ciertos derechos y libertadas, devolviendo a los ciudadanos una imagen de gobierno opresivo como sucedió con el GAL (uno de los objetivos de los terroristas); y, segunda, porque al tratar de coaccionar a los gobiernos legítimos eluden completamente el proceso democrático establecido para provocar cambios sociales y / o políticos (Flynn 1987). En relación con la primera, las medidas opresivas, Berry (1987) menciona cinco respuestas que debilitarán la autoridad política de un Gobierno: una reacción excesiva, la pérdida de poder, el apaciguamiento de los moderados, la represión fallida de éstos o una intimidación masiva. En cuanto a la segunda, el terrorismo puede, por ejemplo, alterar la confianza de los ciudadanos en el Gobierno (Gal-Or, 1991). Gassebner et al (2011) afirmaban que el terrorismo tenía mayores efectos en la durabilidad de los Gobiernos que variables como el crecimiento económico. Algo que parecía ocurrir especialmente tanto en democracias consolidadas como en regímenes no democráticos, pero también estables, disminuyendo su efecto en países que alternaban ambos regímenes políticos. En cuanto los efectos, la relación que encontraron entre intensidad del terrorismo y la duración del gobierno tenía forma de U, es decir, era mayor en países con niveles de terrorismo relativamente bajos o altos y desaparecía en aquellos en los que los dichos niveles eran medios.
Una de las formas en las que el terrorismo puede afectar a la durabilidad de los gobiernos es a través del voto. La teoría económica de la democracia proporciona dos enfoques diferentes para investigar el efecto del terrorismo sobre la probabilidad de reemplazo gubernamental: la rendición de cuentas según Barro (1973), Key (1966), Fiorina (1981) y Ferejohn (1986), entre otros, que defienden el modelo de representación como control o como accountability, y el enfoque de la teoría de juegos sobre el fin de las coaliciones de Lupia y Strom (1995). Respecto a la primera, las elecciones no se plantean como un mecanismo prospectivo de selección de programas y candidatos, planteamiento defendido por autores como Fearon (1999), sino como un mecanismo retrospectivo de premios y castigos mediante el cual los ciudadanos evalúan la gestión llevada a cabo por el gobierno. El problema es que lo que tienen en cuenta los votantes son los resultados de las políticas del Gobierno (Barro 1973, Ferejohn 1986, Lewis-Beck 1988) o el cambio actual del bienestar (Fiorina 1981; Manin, Przeworski y Stokes 2002). Si éste supera el umbral de reelección, los votantes premiarán a dicho gobierno con la reelección; si no, emitirán un voto de castigo y el partido en el gobierno no resultaría reelegido. Como los gobernantes buscan la reelección, anticiparán las reacciones de los votantes y gobernarán en pro de sus intereses, convirtiéndose así en gobiernos representativos.
El problema es que estos resultados no sólo dependen de la acción del gobierno, sino que también se ven afectados por factores exógenos. Por lo tanto, para que el control retrospectivo de los votantes garantice la representación, dicho control debería tener en cuenta las condiciones bajo las cuales se ha desarrollado la acción de los gobiernos (Manin, Przeworski y Stokes 1999). De forma que cuando éstas sean malas, el umbral de reelección será menor que cuando éstas son favorables (Fraile, 2005). Esto implica que el proceso de asignación de responsabilidades es más complejo que la simple evaluación de si los resultados de la acción del gobierno han mejorado el bienestar, individual o colectivo, por encima del umbral que había prefijado para la reelección. En primer lugar, los votantes han de ser capaces de analizar la acción gubernamental, para después decidir si culpan o exoneran al partido en el gobierno por los resultados producidos. Es en este segundo paso es en el que se llevaría a cabo la asignación de responsabilidades como tal (Urquizu 2003). Esto exige un mínimo de información que no siempre poseen los votantes (Berelson et al. 1954; Campbell et al. 1960): no les “compensa” el esfuerzo que deberían realizar para conseguirla (Montero y Lago 2006) y acaban utilizando estrategias de adquisición de información más eficientes que la experiencia personal, como la heurística o los atajos (Montero y Lago 2006).
Otro problema al que se enfrenta este modelo es la correcta asignación de responsabilidades. Es decir, los votantes han de ser capaces de identificar quiénes son los responsables de las decisiones tomadas (Manin, Przeworski y Stokes 1999; Powell, 2000). Este mecanismo es más difícil en sistemas proporcionales (Manin 1998, Manin, Przeworski y Stokes 1999), donde, además, el resultado puede ser un Gobierno de coalición en el que dicha asignación se dificulta aún más (Bosh, Diaz y Riba 1999; Font 1999; Powell 2000; Urquizu 2003). También se ha apuntado al tipo de régimen como otro posible condicionante, aunque no parece existir una posición clara al respecto (Manin, Przeworski y Stokes 1999; Samuels y Shugart 2003), y si existe o no limitación de mandato, ya que para que el modelo de representación como control funcione es imprescindible que los políticos busquen la reelección (Pitkin, 1985). Tampoco debe olvidarse que el voto es un juicio único y simultáneo. Es también un mecanismo burdo de evaluación con el que el ciudadano debe ser capaz de evaluar la gestión que ha llevado a cabo el gobierno en las diferentes áreas (Aguilar y Sánchez Cuenca 2008:105). Esto supone un problema importante, ya que la acción de un gobierno es multidimensional: los votantes pueden querer rechazar algunas políticas, pero respaldar otras. Como consecuencia, los gobernantes practicarán siempre estrategias de compensación entre las políticas populares e impopulares, ya que son interdependientes (Maravall 2003). Por último, debe existir una alternativa viable al partido en el gobierno. Es decir, los costes a los que tiene que hacer frente el votante a la hora de no reelegir a quien considera un mal representante deben ser menores que los que le supondría volver a elegirlo (Manin 1998).
En el caso específico del terrorismo, los dos enfoques planteados, el de la rendición de cuentas y el de la teoría de juegos, llevan asociada la misma hipótesis: el terrorismo aumenta la probabilidad de que el gobierno sea reemplazado en las siguientes elecciones (Gassebner 2007, Kibris 2011). En cuanto a la primera, si entendemos la seguridad como uno de los de los bienes públicos que debe proveer el Gobierno, ante un ataque terrorista los votantes pueden responsabilizarlo por fallar en esta tarea al no proveerles de dicho bien y castigarlo en las urnas (Holmes 2001, Gassebner et al. 2007, Indrahson 2008, Gassebner et al 2011). El problema es que, aunque gran parte de los estudios realizados parecen corroborar que los ataques terroristas aumentan la probabilidad de que el Ejecutivo sea reemplazado después de las elecciones (Gassebner et al. 2007), no está tan claro cómo lo hace. Existen al respecto distintos planteamientos, divididos básicamente en torno a dos posibilidades sobre lo que evalúan los votantes: las políticas antiterroristas vs el número de atentados. Gassebner et al. (2007) plantean que los votantes no observan, o por lo menos no completamente, las actividades del Gobierno en su lucha contra el terrorismo, pero sí el número de atentados, que en cierta medida se asocia a los recursos asignados por el Gobierno a la lucha antiterrorista y se toma como una señal sobre la competencia del Ejecutivo en esta materia. También Berrebi y Klor (2006), usando datos de encuestas de opinión israelíes, encuentran que es el número de muertes por ataques terroristas lo que influye en el comportamiento electoral. En cuanto al caso español, se han señalado varias especificidades que hemos tratado en un artículo anterior.
Independientemente de que sean las medidas antiterroristas, o los ataques terroristas como medida de ellas, las que tengan en cuenta los votantes a la hora de evaluar las acciones del Gobierno, el supuesto castigo de dichos votantes no sólo estaría relacionado con una mala valoración de las acciones del Gobierno en este campo, sino también con una posible percepción de que los partidos políticos difieren en su capacidad de proporcionar seguridad (Indridason 2008). En relación con esto, Gassabner et al (2008), al examinar la relación entre el terrorismo y la rendición de cuentas electoral, utilizando un conjunto de datos de panel con más de 800 elecciones y de 115 países durante el período 1968-2002, encuentran que el terror tiene un fuerte efecto positivo en la probabilidad de que el Gobierno sea reemplazado. Este efecto aumenta su magnitud con la gravedad del ataque terrorista. Pero sus resultados no se corresponden exactamente con los encontrados por otros autores. Otras investigaciones han puesto de manifiesto un sesgo en la atribución de responsabilidades en lo tocante al terrorismo. En concreto han encontrado que los partidos considerados de derechas cuentan con ciertas ventajas en temas relacionados con seguridad y defensa, algo que ya fue enunciado por Budge y Farlie en 1977. Estos autores planteaban que hay dos áreas temáticas, aproximadamente equivalentes a las dimensiones político-ideológicas de los modelos espaciales, cada una de las cuales favorece a uno de los bloques izquierda-derecha. Así, el área temática de la redistribución socioeconómica (en la que se incluyen las Prestaciones Sociales y demás Políticas de Bienestar) siempre beneficia a los partidos del bloque socialista, mientras que las áreas temáticas de orden público, régimen constitucional, defensa, moral religión, étnica, regional, urbano-rural, intervención del estado, derechos individuales, e iniciativa y libertad, favorecen la posición electoral del bloque conservador.
Existe también una abundante literatura sobre el efecto de agenda setting (McCombs y Shaw 1972), que resalta el poder de los medios a la hora de condicionar la importancia que los distintos temas adquieren en la agenda política. Por lo tanto, podríamos pensar que la importancia conferida al terrorismo, que no ha estado relacionada con el nivel de amenaza existente sino con factores externos a éste, no ha sido condicionada por las actuaciones de los partidos sino por la posición adoptada por los medios al respecto. Sin querer menospreciar el poder de dichos agentes, tomar por cierta dicha afirmación equivaldría a considerar que los partidos son meros títeres de los medios, sin ninguna capacidad para determinar qué temas forman parte o no de la agenta política, algo que como sabemos no es cierto. Y aunque nuestra intención no es infravalorar ninguno de estos dos efectos, en este caso hemos considerado que, ya que la información que reciben los ciudadanos, también en materia terrorista y antiterrorista, se produce a través de los medios de masas, el impacto mediático que cada una de estas cuestiones haya tenido puede resultar un buen indicador para reconstruir el contexto político y partidista. Y ante la posibilidad de que la importancia dada al terrorismo dentro de la agenda política haya estado más condicionada por los medios que por las actuaciones de los partidos, creemos que la estrategia de seleccionar dos periódicos diferentes, ligados a distintas posiciones del espectro ideológico, ayudará a paliar posibles distorsiones en este campo por parte de los analistas en inteligencia y contrainteligencia.