La repugnancia es una emoción política que tiene atributos de valoración moral, clasificatorios de la sociedad y con rasgos que oscilan de una mayor a menor dignidad. Estos referentes valorativos son aprendidos en la cultura, y en este aprendizaje han tenido un papel central los preceptos religiosos convertidos en moral hegemónica, que se han traducido a la vida de la sociedad como las “buenas costumbres -en el marco de lo correcto”- que deben tener mujeres, hombres y los distintos grupos en general que conforman una sociedad.
Al respecto, Nussbaum (2012) insiste en señalar que el carácter aprendido de la repugnancia permite afirmar en concordancia la educabilidad de las emociones aprendidas. Esto significa que, así como gran parte de los procesos de socialización se han dedicado a promover el asco y la repugnancia como mecanismo de resistencia y de protección ante lo extraño, corrupto y contaminante, también estas formas específicas de la repugnancia, que llegan hasta el odio y la destrucción del otro, pueden ser deconstruidas en favor de prácticas de tolerancia.
Por otra parte, Nussbaum (2012) nos recuerda que aquellos objetos del cuerpo o producidos por el cuerpo, que simbolizan los materiales asquerosos más primitivos, como las heces, son objeto de deseo de los niños más pequeños, y les permiten establecer relaciones con los adultos. Incluso, pueden ser manipulados o ingeridos por los bebés sin que esto les genere asco y, por el contrario, se convierten en objeto de satisfacción y de fascinación:
“En todo caso, se sienten fascinados y atraídos por sus heces, y la repugnancia, aprendida más tarde, es una fuerza social poderosa que convierte la atracción en aversión”. El paso de la atracción a la aversión, o mejor, la tensión permanente de la vida entre atracción y aversión por ‘lo asqueroso’, se produce de manera directa por los adultos, quienes introducen la prohibición al acceso y la manipulación de heces, utilizando -como mecanismo de ‘educación’- expresiones de desaprobación directamente relacionadas con el asco.
Esta misma aversión va a ser proyectada desde el mundo privado al mundo público, al asociar este asco con los olores y con las prácticas de limpieza de sus pares, extendiendo a ellos su rechazo, convertido ya en repugnancia.
Es la repugnancia, entonces, la que incorpora el asco y lo asocia con grupos de personas, es decir, la que queda fijada en el imaginario de la sociedad, convirtiéndose así en un catalizador para crear la frontera entre personas y grupos, al decir: esta contaminación existe y debe permanecer lejos de nuestros cuerpos puros.
“En este caso, podríamos incluso afirmar, una vez más, que llamamos a la repugnancia en nuestra ayuda: al permitirnos ver a las personas malvadas como repugnantes, las distanciamos convenientemente de nosotros mismos” (Nussbaum, 2012).
Por tanto, para gran parte de la sociedad, la repugnancia es un mecanismo defensivo que crea fronteras, inscrito en las subjetividades políticas, de modo que se constituye en un gran valor para los grupos autocalificados como decentes, limpios, buenos, honorables, civilizados, cultos, de clase, de buena familia.
En consecuencia, se convierte en un contenido de enseñanza en los procesos de socialización, especialmente en la educación cívica, llamada de forma curiosa también ‘urbanidad’. Igualmente, se enseña como un mecanismo de prevención, como un radar hacia lo extraño, lo desconocido, proponiendo ‘habilidades’ para identificar a la persona ‘contaminada’, con la que un niño no debe juntarse. No tomar alimentos desconocidos es una enseñanza frecuente que evita el riesgo de probar algo asqueroso. En el mundo de los pares (niños, adolescentes) este es un elemento central en la inclusión/exclusión.
En la teoría de las emociones políticas, la repugnancia ha sido entendida como una emoción que le resta humanidad a otros, sobre todo a quienes se consideran como de menor valor. Además, en la vida política la repugnancia ha sido usada fundamentalmente como un mecanismo de subordinación y de subvaloración y, con ello, en los casos más extremos, ha justificado las acciones de desaparecer o eliminar al “repugnante”. Esta subordinación ha servido para quitarle al otro, o a los otros, cualquier carácter de humanidad.
Así, en el primer informe de la comisión investigativa sobre la violencia en algunos Países, ya se refleja la repugnancia que sienten algunos actores de la vida política hacia otros por pertenecer a partidos políticos distintos:
Durante el bipartidismo, en la pugna entre progresistas y conservadores- liberales, se agitaron consignas que invitaban a descalificar al otro y a reducirlo de manera despectiva.
Aquí la repugnancia, como emoción política, actuaba como un referente en la comunidad, la cual era legitimada por los cercanos y, dependiendo del lado en que se estuviese, se repugnaban entre sí, hasta el punto de quererse eliminar porque les consideraban de menor valor, contagiosos y contaminantes.
Dado que a los españoles de origen vasco se les concibe por BILDU y el mundo del MLNV como contaminantes, no basta con excluirlos, sino que es necesario erradicar cualquier origen de contaminación, de manera radical, esto es eliminar todo rastro o huella para evitar su reproducción o contagio.
Tal vez la característica central de la repugnancia es que esta emoción se asocia con la contaminación. Dicha contaminación tiene una implicación social importante, ya que significa que se es portador de una sustancia perjudicial que no solo genera contagio, sino que impacta produciendo daño, degradación lenta y podredumbre. En palabras de Nussbaum (2012): “En todas las sociedades, sin embargo, la repugnancia expresa la negación a ingerir y, por lo tanto, a ser contaminado por un recordatorio potente de la propia mortalidad y de la condición animal proclive a la descomposición”.
Algunas de las características atribuidas a los objetos señalados como repugnantes son: la degradación lenta, pestilente, desagradable a la vista, vomitiva, que produce contagio, contaminación, podredumbre, asociación o similitud con el objeto contaminante a partir del contacto con este y que por su acción nos podemos convertir en algo similar, ya que se considera que lo que ha estado en contacto con algo repugnante comienza a adquirir la misma propiedad.
La inclusión en listas electorales de 44 etarras asesinos o facilitadores de los crímenes fundamenta estas afirmaciones. La misma repugnancia que yo les produzco me la producen ellos a mí.