Y tú, ¿Qué harias?

La pregunta sabrán reconocerla. Es probable que se hayan visto obligados a darle respuesta. Es posible, incluso, que hayan sido ustedes quienes la han formulado. Todos hemos estado ahí alguna vez. Como si de un último recurso se tratara, o como si se intentara saldar un debate apelando a la subjetividad propia, demasiadas veces intentamos resolver un dilema o un problema moral invocando una cuestión que parece imbatible y que, paradójicamente, entraña una irreparable torpeza. No importa cuál sea el escenario de decisión, pero si se discute sobre un conflicto de carácter ético, siempre hay alguien que nos espeta: pero, entonces, tú, en esta situación, ¿qué harías? 

La fórmula parece inocente. De hecho, se antoja abusivamente lógica, por obvia, y, sin embargo, apelar a esta decisión personal es tanto como corromper cualquier debate moral. Tal vez, por este motivo, cada vez que alguien pronuncia «¿y tú qué harías?» me esfuerzo en intentar responder con franqueza. Así, sin ironía, y concediendo que sólo una total sinceridad podría reparar el absurdo de la cuestión, contesto con transparencia: yo lo que haría, exactamente igual que tú, es equivocarme. 

En efecto, interrogarnos sobre nuestro contexto, sobre nuestra posición o aun sobre nuestras miserias es un fracaso si aspiramos a razonar moralmente. Preguntar qué haríamos nosotros es contrario a lo que deberíamos hacer si aspiramos a construir un razonamiento ético que sea válido y, ojalá, compartido. El juicio moral requiere de una cierta asepsia, una distancia con el objeto juzgado, una desposesión de intereses íntimos que puedan hacer que nos equivoquemos. 

Los interrogantes éticos tienen sentido cuando aspiran a solucionarse desde una perspectiva normativa y no cuando se limitan a describir qué haría cada persona. O dicho de otra forma sencilla: no se trata de elucubrar qué acción emprenderíamos. Responder moralmente se parece más a decantar qué creemos que deberíamos hacer o qué consideramos que sería justo hacer, por más que ese propósito se demuestre, como todo ideal, imposible. Este óptimo se parece, las más de las veces, muy poco a lo que verdaderamente estaríamos dispuestos a realizar.

Esta trampa conversacional aparece en casi todas disputas, y lo peor de todo es que tendemos a concederle una notable validez. No importa si debatimos sobre la pena de muerte, el aborto, la guerra en Ucrania o cualquier drama familiar. El «y tú qué harías» atiende a una formulación meramente privada y, las más de las veces, sólo sirve para demostrar que ante un dilema moral cualquier persona implicada se encontraría en un contexto poco idóneo para tomar la mejor decisión.

Si soy víctima de un delito concreto, tiene muy poco sentido que alguien me pregunte qué pena propongo para mis victimarios, ya que mi juicio estará alterado por mi honda afectación personal. El familiar de un asesinado, por llevarlo a un extremo, es casi seguro que se mostrará más favorable a la pena de muerte que cualquier ciudadano medio.  La vivencia de un daño en carne propia no convierte la evaluación de la persona implicada en un observador más perfecto, sino todo lo contrario. Por todo ello, deberíamos ser muy cuidadosos a la hora de conceder ciertos privilegios epistémicos a quienes, en cualquier debate moral, tienen arraigados intereses, daños o expectativas privadas. 

Todos sabemos que no existe un razonamiento ético puramente objetivo, pero eso no impide que podamos aspirar a aliviar la carga subjetiva de nuestros juicios. Que un ideal sea imposible de realizar no nos impide reconocerlo como un criterio rector utilísimo para afinar el tiro. Nadie puede dejar de ser quien es cada vez que razona, pero salir de nosotros mismos –o al menos intentarlo– es algo que siempre debemos intentar, sobre todo en el marco de un debate público. 

Este es el motivo por el que la moral, especialmente en lo que atañe al razonamiento ético, exige siempre la existencia de un grupo que vigile nuestros sesgos y que nos ponga a salvo de nuestras inclinaciones. Esta es la razón, sospecho, por la que una comunidad política bien construida nos propone razonar no como lo que somos, sino como agentes morales que disimulan y que piensan, que exponen y conversan de un modo mucho más perfecto a como lo haríamos si no tuviéramos cerca un grupo de semejantes observándonos. Nunca decidan en base a lo que ustedes harían. Es mucho más útil preguntarse qué haría alguien que fuera mucho mejor que todos nosotros.

DIEGO S. GARROCHO

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