El populismo es uno de los conceptos políticos y sociológicos más utilizados en lo que llevamos de siglo XXI. Aunque por lo general se emplea para aludir a ciertas manifestaciones demagógicas y a estrategias de manejo de las voluntades –cuyo fin es atraer los votos del electorado (es decir, para adquirir y centralizar el poder)–, lo cierto es que en muchas ocasiones se pasa por alto su carácter eminentemente emocional. Cualquier populismo, así entendido, intenta manipular la afectividad de un grupo; más aún, y es este el punto clave, pretende intervenir en las intenciones de la ciudadanía dándole categoría de masa, obviando deliberadamente nuestra condición de individuos, de seres singulares.
Un tipo de populismo del que no suele hablarse –particularmente nocivo y sigiloso– es el que ejercen las nuevas espiritualidades y creencias, así como las prácticas a ellas vinculadas, que se han adueñado del imaginario público. La astrología y los horóscopos, el coaching ejecutivo, el mindfullnes y la «atención plena», el tarot y la lectura de manos o los gurús de autoayuda del «todo lo puedes» o «las depresiones te las causas tú» se han convertido, en la última década, en los nuevos instrumentos oraculares que empleamos para poder habitar las numerosas crisis de nuestro tiempo.
Es lo que la investigadora y escritora estadounidense Lauren Berlant ha denominado «tecnologías de la paciencia» en su clarividente libro, El optimismo cruel. Son dispositivos afectivos que producen un creciente «padecimiento y desgaste de los sujetos» y que ejercen una silenciosa violencia relacionada con el imperativo de vernos obligados a sobrellevar cualquier tipo de circunstancia al amparo de diversos dogmas («es lo que nos ha tocado», «a todo se acostumbra uno», «sé resiliente»), sumado a un perverso deseo de que las cosas mejoren. Un deseo cuya satisfacción siempre queda postergada.
En expresión de Berlan, se trata de maliciosos «refugios temporarios» que nos introducen y ensimisman en «un estado de aplazamiento vivo y vivificante que se impone a la conciencia, y produce la sensación de que en el presente está apareciendo algo que podría llegar a convertirse en un acontecimiento». Por tanto, nos dicen, lo mejor está siempre por llegar, aunque no llegue nunca. Lo importante es sentirnos ilusionados aquí y ahora, por mucho que esa ilusión sea (y casi siempre lo sabemos) vacua o destructiva. De este modo, el presente se percibe en términos afectivos: el presente como posibilidad siempre pospuesta ante lo que jamás llega a suceder.
De ahí la necesidad de correr incesante y neuróticamente en busca de ese futuro que nunca llega, que no se materializa en ninguna parte o tiempo. Nos urgimos a alcanzar la satisfacción que jamás acontece, y entonces aparecen la frustración, el padecimiento, la soledad, la ansiedad, el aislamiento y el sufrimiento en todas sus formas. Bejamin Noys ha apuntado en su breve y contundente obra Velocidades malignas. Aceleracionismo y capitalismo que «la velocidad es un problema. Nuestras vidas son demasiado rápidas: estamos sujetos a la acelerada demanda de innovar más, trabajar más, producir más y consumir más». O el profesor Hartmut Rosa, cuando se refiere, elocuentemente, a una «forma totalitaria» de aceleración social en Lo indisponible.
Como también ha señalado de forma brillante la pensadora Remedios Zafra en su libro El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, «aplazar lo que consideramos ‘verdadera vida’, movidos por el deseo de plenitud e intensidad futura, puede funcionar como mecanismo conformista que nos permite resistir sin hacer la revolución. Sentir que la vida es algo pospuesto que nos merodea anima a soportar, cerrando los ojos», y se da un «temor cada más palpable de que [el anhelado presente de realización] nunca se nos brindará plenamente». Y apuntala: «Como si ser fuera lo que está al final».
Por todas partes nos invitan a «vivir con plenitud las crisis» y a «potenciar nuestras capacidades en medio del desastre», mientras nos aseguran que salud y bienestar –como si fueran productos con los que se puede comerciar al igual que con un bien material– dependen de fortalecer nuestros «recursos internos». De este modo, se comercia con el estrés personal sin tratar de aplacar las causas sistémicas que lo provocan. Es probable que no necesitemos habilidades y competencias para «soportar las crisis», que es una forma de condenarnos a vivir en ellas, sino herramientas intelectuales que no nos esclavicen emocionalmente, no nos culpabilicen y que aporten autonomía e independencia de pensamiento y de acción.
El papel de la enseñanza es fundamental en este punto. Educar a los jóvenes en el ilusorio «puedes llegar a ser lo que quieras ser» solo alimenta las posibilidades de crear adultos ansiosos y frustrados que chocan contra el muro de aquel futuro que nunca se realiza. Quizás resultaría mucho más enriquecedor –y social y educativamente más significativo– mostrarles las condiciones materiales y sociales de las que parten para que tengan la oportunidad de cambiarlas. Sin un pensamiento anclado al presente efectivo no puede existir la potencia del cambio. Mientras la autoayuda y el resto de «tecnologías de la paciencia» intentan que nos desenvolvamos preceptivamente en un panorama constante de crisis e inestabilidad y ponen todo el peso de la culpa en el individuo –desarrollo personal, superar los propios miedos, desprenderse de las preocupaciones–, la filosofía y otras disciplinas humanísticas cuestionan y centran el foco en las condiciones estructurales que permiten la aparición de esas crisis e inestabilidades y, en paralelo, dotan al individuo particular de los dispositivos intelectuales para tomar conciencia de su situación real. Ello para comprometerse con el cambio no solo individual, que es importante, qué duda cabe, sino sobre todo con el cambio social.
Por añadidura, a las clases trabajadoras y humildes se les ha inculcado tradicionalmente que el dinero no es un aspecto importante de la vida, que desarrollar nuestra vocación (o como suelen llamarlo de forma meliflua, «realizarnos como personas») es lo prioritario, mientras las élites económicas siguen centralizando y aumentando su poder financiero y político. De nuevo, salta a la vista la manipulación emocional que mantiene el statu quo e impide pensar, cuestionar y actuar sobre las estructuras de dominación en el presente. La llamada «ciencia de la felicidad» (apoyada por la autoayuda del «todo lo puedes» y el nuevo dogma de la resiliencia) es una propuesta ideológica que premia el individualismo y la competitividad, el éxito económico y la constante posibilidad de consumir. Esta concepción se ha vuelto normativa y causa más angustia, soledad y hostilidad mutua que bienestar. La tiranía emocional –amparada por la tiranía económica– del «todo lo puedes» o «la culpa es tuya» impide desarrollar un compromiso social activo y convierte al ciudadano en un consumidor de sí mismo bajo el dominio de un totalitarismo felicifoide: vales lo que puedes consumir.
No se trata de colapsar las esperanzas en un futuro mejor o de lastrar las ilusiones de jóvenes y adultos. Nada más lejos de lo que aquí se quiere defender. Más bien consiste en practicar un sano y disidente desengaño que no ciegue nuestra capacidad para observar crítica y comprometidamente la realidad, que nos permita transitar la vida con autonomía, al margen –y sabedores– de las manipulaciones emocionales que obligan al individuo a sentirse culpable y responsable de su propia situación. Y para ello es clave reapropiarnos de nuestro presente, de nuestro tiempo, el único lugar en el que podemos practicar el pensamiento y, sobre todo, la acción. Aquí y ahora. Lo urgente no es el mañana; lo urgente es hoy.
Contra el sometimiento afectivo solo cabe una respuesta: más y mejor educación fundada en el papel insustituible de las humanidades. Una educación que nos permita poner entre paréntesis la hiperactividad que busca una realización siempre por llegar, que nos entrega al consumo desaforado como «tecnología de la paciencia». En definitiva, rescatar y restaurar lo más importante: nuestra libertad de pensamiento. Convertir nuestro hoy en lo inaplazable; relegar la pasividad intelectual y transformarla en impulso social transformador; movilizar conciencias y reconquistar el único tiempo en el que siempre, todo, está por hacer: el presente.
Ethic