Unos célebres versos de Antonio Machado dicen «Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio». Siento la tentación de parafrasear al poeta y decir rotundamente que una guerra civil es algo perfectamente serio. Pero nos guste o no, resulte más o menos políticamente incorrecto desde la perspectiva de hoy, no hay más remedio que admitir una dimensión excitante y embriagadora en la guerra civil. Una dimensión apasionada sui generis, claro está, que menuda gracia tenía para el que le tocaba desempeñar el papel de víctima y que, en todo caso, guardaba gran semejanza con el rictus festivo de la muerte triunfante. Eso es lo macabro o una vertiente de lo macabro, los esqueletos danzantes, las calaveras sonrientes o, por decirlo en unos términos atroces pero que se produjeron de facto, cadáveres de seres humanos en exposición como cochinillos desventrados y hasta con el perejil en la boca.
Todo ello era consecuencia de unas irresponsables actitudes anteriores de intelectuales y dirigentes políticos que no se recataron en proclamar que la guerra civil era necesaria, que hasta la deseaban y que era el único modo de resolver los problemas patrios. Un pensador encomiable por tantos conceptos como Unamuno se pasó toda su vida intelectual jugando con la noción de guerra civil, hasta que percibió –cuando era demasiado tarde– que eso era jugar con fuego. Lo mismo les pasó a los líderes políticos de tendencias contrapuestas que alentaron imprudentemente los ánimos de sus seguidores y las ansias revanchistas de los suyos contra los otros. La formulación más chusca, que tenía por cierto una larga tradición de más de un siglo, señalaba sin más que «la guerra civil era un don del Cielo».
Con tales premisas no es extraño que el golpe de julio de 1936 fuera percibido por unos y otros como la señal ansiada –¡por fin! – para dar rienda suelta a un rencor que se venía incubando desde mucho tiempo atrás. Desde esa perspectiva se entiende mejor un aspecto fundamental de la guerra civil, el de las venganzas y las «limpiezas», el castigo y el escarmiento. Algunos lo planteaban en términos políticos, ideológicos y hasta religiosos –no en vano se hablaba de «cruzada»–, pero otros no disimulaban intenciones más cotidianas o pedestres. ¡Con qué ganas, con qué fruición se lanzaron miles de personas a ajustar las cuentas pendientes con el vecino, el familiar, el jefe, el rival o, simplemente, con el que se envidiaba por el motivo más nimio! Se intentaban descargar responsabilidades propias acentuando el desprecio hacia la víctima. El lenguaje se convirtió así en fiel reflejo del cinismo con que se afrontaba la muerte del otro.
Pocos ejemplos tan representativos pueden hallarse como los famosos discursos en Radio Sevilla del general don Gonzalo Queipo de Llano. Las «charlas», como el propio militar se refiere a ellas en sus Memorias, llegaron a escandalizar a los más comedidos de los adeptos por su tono coloquial y desinhibido o, en términos menos comprensivos, por su lenguaje descarnado y soez. Era comprensible que el general tratara de elevar la moral de su tropa al tiempo que intentaba socavar la del enemigo, pero las amenazas, improperios y hasta llamamientos a la violación de las mujeres enemigas desbordaban los límites de lo que era aconsejable confesar abiertamente. Una cosa era el pillaje inevitable tras una batalla y otra muy distinta la expresa incitación a actos crueles en unos términos misóginos y barriobajeros por parte de la más alta autoridad local. Tanto es así que la propia prensa del bando rebelde recibió discretas indicaciones para que suavizara las reproducciones periodísticas de los discursos.
El lenguaje cuartelero de Queipo de Llano ha sido elevado a la categoría de cruda expresión de la barbarie fascista o contextualizado en un ambiente general de exabruptos, dependiendo del punto de vista del analista. En cualquier caso, era habitual un lenguaje sardónico para referirse a realidades hórridas. Una pátina de crueldad innecesaria –sadismo– acompañaba a los mayores desmanes. La acuñación de «dar paseo» podía instalarse con pleno derecho en ese lenguaje de la abyección. No se queda atrás la expresión que se atribuye al mencionado Queipo en relación con el asesinato de García Lorca: «dele café, mucho café». Como no hay constancia documental de esas palabras, no son pocos los que se aprestan a negar toda verosimilitud al lance, pero eso no cambia las cosas desde la perspectiva que aquí trato. Al fin y al cabo, las palabras se limitan a reflejar en este caso actitudes y hechos. Y en este caso bien puede aplicarse la formulación de que los hechos hablan por sí solos.
Así, lo cierto es que la campaña de represión que se desató en la Andalucía occidental y el sur de Extremadura bajo el mandato de Queipo de Llano se inscribe por derecho propio en el más negro capítulo de la crueldad de la guerra civil. En 1938 se publicaba –fuera de España, naturalmente– un libro del que fuera delegado de Prensa de Queipo, Antonio Bahamonde. Lejos de ser un «rojo» que quisiera vituperar a los alzados con falsas revelaciones, Bahamonde era un conspicuo derechista que se había alistado voluntariamente en las milicias nacionales. Lo que tuvo ocasión de ver, sin embargo, le horrorizó hasta tal punto que desertó de sus responsabilidades y se refugió en Argentina, donde publicó su demoledor relato de la represión bajo el mandato de Queipo de Llano.
No nos vamos a detener en los aspectos consabidos, como las dimensiones de la represión, que afectó a decenas de miles de personas, desde soldados a dirigentes políticos. Lo peor es que también quedaban incluidos simples simpatizantes de un partido obrero y a veces ni eso, pues podía ser suficiente el delito de tener algún lazo familiar con los antes mencionados. Pasemos por alto también la falta de garantías procesales: un Consejo Sumarísimo era un lujo restringido a unos elegidos, porque lo normal –por lo menos en los primeros momentos– era la saca, el paseo, el fusilamiento improvisado o el tiro en la nuca, siempre sin juicio previo, a menudo sin pruebas, a veces de modo aleatorio.
Pero sí tendríamos que detenernos en los métodos de las ejecuciones dado que, en un país atrasado como la España de la época, no existían los sofisticados medios de exterminio que los nazis y los soviéticos pondrían en práctica apenas unos años más tarde: aquí se fusilaba a mansalva, a lo bruto, de manera desmañada, con una falta de profesionalidad –por decirlo en términos macabros– que paradójicamente coadyuvaba a incrementar el clima de terror. Una de las armas más usadas fue el Mauser Oviedo 1916, un mosquetón que, al decir de algunos estudiosos del tema, era «una auténtica apisonadora de huesos, tejidos y vísceras si se disparaba a solo diez o veinte metros de distancia de las víctimas». Al tener el proyectil una velocidad de 700 metros por segundo, los cuerpos se reventaban: rostros desfigurados, «cráneos desprovistos de la tapa de los sesos y estos desparramados como gruesas lombrices por el suelo», grandes orificios de entrada y salida de bala, etc. Como los pelotones de fusilamiento eran a menudo improvisados y sus integrantes bisoños, muchos disparaban mal. Así que en múltiples ocasiones peor que morir era no morir, dependiendo de cuánto duraba la agonía con un miembro seccionado, los intestinos fuera o ahogándose en la propia sangre. El Oviedo podía servir también de otras maneras: «su maciza culata se convertía en una aplastante maza que deformaba los rostros o descoyuntaba los huesos. Permitía además calar una bayoneta en el extremo de su bocacha con la que podía acuchillarse a las víctimas».
La vertiente macabra no es aquí casual o accesoria. Todo lo contrario. Contribuía de modo decisivo a crear el clima de terror al que aspiraban los facciosos, un clima de terror –por otro lado– paralelo al que desencadenaban sus oponentes en el territorio que controlaban. Este uso político de lo macabro no es una interpretación a posteriori. El antes citado Bahamonde lo consigna así en su obra: la oleada de sangre alcanzaba tales proporciones que anegaba la voluntad y la capacidad de reacción de las víctimas directas y hasta de sus familiares. Están «dominados por el terror», dice, que se constituye así en «la más poderosa arma» del bando nacional. No es el único que saca esa conclusión. El sacerdote Marino Ayerra consideraba que el dejar insepultos los cadáveres de los asesinados a lo largo de los caminos no era casualidad o desidia, sino que tenía la «finalidad de crear “científicamente” el clima de terror, la psicosis colectiva del pánico».
Otro conservador, Georges Bernanos, escritor católico francés, quedó literalmente anonadado por las barbaridades que cometían las huestes que actuaban como ángeles vengativos, emisarios de la muerte en nombre de Cristo. Bernanos decía comprender el uso de la violencia: lo que le parecía inconcebible era su mística y que se convirtiese en un fin en sí misma. El grito de «¡Viva la muerte!» no era solo un bramido desquiciado sino una amenaza convertida en realidad. Cuando se desata la violencia y el terror se instaura, los comportamientos se distorsionan y los seres humanos parecen marionetas. Lo macabro se despliega sin traba alguna. La diferencia entre lo serio y la broma se diluye. Con razón se habla a menudo de broma macabra.
Una de las más habituales era sacar a los prisioneros de las celdas diciéndoles o haciéndoles entender que se les iba a fusilar. Luego, todo el ambiente tétrico de las ejecuciones: órdenes atropelladas, empujones, frío de la noche o del amanecer cercano, gritos, sollozos. No falta quien se hace todas las necesidades encima. Siempre hay alguien, uno de los verdugos, para comentar que estos tíos «no tienen cojones», se cagan de miedo. Sigue toda la parafernalia. El pelotón que se forma, los presos en fila, los gritos de rigor, «¡carguen!», «¡apunten» y, luego, en vez de detonaciones unos chasquidos y unas carcajadas… ¡Qué risa!
En esas circunstancias, matar deja de ser un medio para convertirse en un fin por sí mismo. Matar, aunque no se sepa bien a quién o por qué. Matar por matar. Si no se halla al que se busca, da igual, se aceptan sustitutos. Se convierte así en habitual que los verdugos se lleven al paredón a un hijo en vez del padre huido, o viceversa, que un hermano pague por otro hermano o por un vecino…
Otra broma macabra: se fusila a cualquiera que esté en el lugar equivocado en el momento equivocado. Hay constancia de que se produjo este tipo de casos. Uno de ellos se lo contó el fiscal del Tribunal Supremo de Madrid, Francisco Partaloa, al hispanista Ronald Fraser. Recogida en su historia oral de la guerra civil (Recuérdalo tú y recuérdalo a otros), ha sido reproducido luego en otras ocasiones y en otros libros: al enterarse un influyente conde que iban a fusilar a un amigo suyo, cogió un coche, interceptó el camión en que iban los prisioneros y ordenó que dejaran libre al amigo: El jefe del pelotón se negó, diciendo que tenía órdenes de entregar dieciocho cadáveres (cadáveres, no prisioneros) en el cementerio. Entonces el conde echó mano de un hombre que pasaba por allí, le ordenó que subiera al camión y se fue con su amigo. El infortunado transeúnte fue ejecutado con los demás.
En cuestión de matar, como en todo, hay grados y niveles. Niveles de horror, claro está, o grados de abyección. Aunque resulte paradójico desde una perspectiva racional, la muerte de una persona cercana puede conmovernos más que seis millones de asesinatos lejanos. La mente humana no puede comprender seis millones de asesinatos y lo archiva en un recóndito lugar del cerebro, el que se destina para las estadísticas. No se puede poner rostro a tantos millones de personas y el rostro es fundamental para que se despierte la empatía. Por eso, por la distancia que separa al asesino de su víctima, no es lo mismo el bombardeo de una ciudad –con todo el horror y la devastación que conlleva– que el tiro a bocajarro a la cabeza de un individuo, mirándole a los ojos, salpicándose de sangre y de masa encefálica.
Aun con todo, hay bombardeos –como el de Guernica– y matanzas colectivas –como las de Badajoz– que, por determinados motivos, adquieren categorías de símbolos. Lo mismo que Paracuellos significa desde la orilla opuesta. Símbolos de la barbarie extrema, la crueldad, el despliegue de la muerte en términos inconcebibles por la razón. Aunque no por ello debe negarse su carácter instrumental: eran la expresión de una desquiciada mística de la violencia –o el forzoso corolario de la exaltación necrófila– pero también cumplían una función ejemplarizante.
La aludida matanza de Badajoz en agosto de 1936 constituyó uno de los primeros hitos del nivel de barbarie que se había desatado en España. La tenaz resistencia de la ciudad extremeña al avance de las tropas franquistas comandadas por el general Yagüe constituyó la razón o la excusa para que, una vez rendida la plaza, las fuerzas nacionales efectuaran una «limpieza a fondo» de la ciudad, un eufemismo que a duras penas encubría un despliegue de fusilamientos masivos, asesinatos a mansalva, saqueos, violaciones, castraciones y todo tipo de sevicias y crueldades imaginables. Decir que el terror se apoderó de la ciudad es un modo tímido de describir una situación en la que ni el más inocente estaba a salvo. La plaza de toros, donde se encerró a varios cientos de personas a la espera del fusilamiento –aunque hay testimonios que aseguran que también fue escenario de algunas ejecuciones– adquirió categorías de símbolo siniestro.
Otro tanto habría que decir de los episodios de toreo macabro. Aunque no hay constancia indubitable de ello, se corrió la voz de que algunos prisioneros habían sido toreados antes de la muerte por algunos verdugos sádicos. Algunos decían que se habían utilizado banderillas y estoques, entre olés de algunos espectadores, aunque este extremo es negado por otros autores o testigos. La propaganda de uno y otro bando usó la matanza con fines contrapuestos: para los franquistas era una muestra de la represión severa que esperaba a todo intento de resistencia, mientras que para la izquierda fue el epítome del salvajismo fascista. Aún hoy, los pormenores de este siniestro episodio, como pasa en casi todos los momentos estelares de la guerra civil española, son enfatizados o amortiguados en función de las perspectivas ideológicas desde las que se contemple.
Lo que interesa destacar aquí es que el encarnizamiento despiadado actuaba eficazmente como arma política. Política macabra, claro, pero muy útil en unas circunstancias como aquellas tanto para disciplinar las propias fuerzas como para desmoralizar al enemigo. Eso lo tenía muy claro el general Mola, hasta el punto de que no solo su praxis apenas se diferencia de la de Queipo, Yagüe y el propio Franco, sino que admitió explícitamente su determinación de «sembrar el terror» sin vacilación alguna, hasta llegar al exterminio total y absoluto del enemigo. El matiz es importante, porque no se trataba solo de vencer –mucho menos, de convencer, como diría Unamuno– sino exterminar o, en su defecto, sinónimos apenas un grado más suave, como limpiar, depurar, purgar o castigar a aquella otra mitad del país a la que apenas se le reconocía su condición de españoles (en todo caso, «malos españoles»). El fanatismo llegó a tal grado que algunos curas –sobre todo en el frente norte, donde pervivía el rescoldo carlista y el cura trabucaire– se distinguieron en el entusiasmo de «matar rojos», del mismo modo que, en el bando opuesto, algunos socialistas, comunistas y, sobre todo, anarquistas dieron muestras de una pasión paralela torturando y fusilando eclesiásticos por el simple hecho de serlo. Un anticlericalismo visceral y profundo –«Si los curas y monjas supieran…»– reverdecía ahora con más fuerza que nunca.
El historiador J. Albertí, que ha dedicado un detallado y estremecedor estudio a la persecución religiosa durante la guerra civil, señala que en la «limpieza» anticlerical no solo hubo las previsibles quemas de iglesias y conventos, y los consiguientes asesinatos y fusilamientos, sino saqueos, robos, confiscaciones, secuestros, profanaciones y todo tipo de vejaciones. También, claro está, torturas y mutilaciones para infligir más dolor y humillación a las víctimas. En muchos casos está documentado que herían las partes menos vitales para alargar las agonías. «Las mutilaciones sexuales, las amputaciones de los brazos y la extracción de los ojos son tres de los suplicios más habituales», señala Albertí, que va mencionando con nombres y apellidos a los eclesiásticos que sufrieron esas y otras torturas diócesis por diócesis. A los victimarios no les bastaba con matar a mansalva, inocentes incluidos. Al cura del hospital de Vilarreal, Josep Avellaneda, fusilado después de múltiples torturas y una larga agonía, «le destrozaron el cráneo y le amputaron pies y manos» después de muerto. De hecho, continúa diciendo el investigador, «la mutilación post mortem, así como la quema de cadáveres, también fue frecuente en la diócesis de Tortosa».
Las memorias de José S., un pistolero anarquista que operaba en Barcelona con un grupo de secuaces en nombre de la revolución de la CNT–FAI, contiene confesiones anonadantes por varios conceptos, desde la trivialización de la muerte a la naturalidad con la que se asumen robos (incautaciones) y asesinatos (ejecuciones). Entre muerto y muerto, normalmente desparramados por las cunetas, cabe alguna nota pintoresca: «Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo, morir». En esta misma línea se ufana de cómo hacen desaparecer los cuerpos de los fusilados, cargándolos nuevamente en el camión para quemarlos en el horno de la fábrica de cemento de Montcada. «De esta manera –dice muy satisfecho– como sus familiares no encontraban el cuerpo del detenido no sabían si este había podido escapar o estaba muerto».
En ese marco de encarnizamiento, con la devastación inherente a las operaciones militares y la ferocidad que se supone a los combatientes, uno propende a aceptar casi todo. No obstante, siempre hay algo que sorprende, bien por su iniquidad, por su improcedencia o por alguna otra razón. En ese punto aparece lo macabro.
Admitimos como inevitable la violencia de un combate, pero es más difícil asumir la tortura cruelísima de una niña para que delate a su padre. El episodio en cuestión lo cuenta el biólogo Faustino Cordón y, en resumidas cuentas, se refiere a una niña de once años en el pueblo extremeño de Fuentes de León en septiembre de 1936: «para forzarla a confesar el escondite del padre, se le rapó la cabeza con la sola excepción de un pequeño mechón de cabellos» adornado con los colores de Falange. «Después fue violentamente azotada y finalmente enterrada hasta el cuello en una tumba abierta a propósito» en el cementerio, «mientras fusilaban en su presencia a otras mujeres… Jamás habló para delatar a su padre» aunque, pese a todo, el hombre fue descubierto poco después y fusilado.
Ahora bien, en una guerra y más en una guerra civil de las características de la española, no todo lo macabro podía ser producto de la planificación. Al contrario, lo habitual era que lo macabro surgiera de modo espontáneo, casi natural, como producto de las fuerzas desatadas. La guerra a ras de suelo era el estallido de las bombas, los bombardeos, el temblor profundo de la tierra; era el silencio de los refugios, un silencio nocturno «de ronquidos, gruñidos, toses y palabras de pesadilla», con el «olor de la carne humana cociéndose en sus propios sudores»; eran los «jergones de esparto, húmedos de nieblas de noviembre», las «mujeres hambrientas y trastornadas de histeria que habían perdido su hogar»; era, en fin, destrucción a mansalva, «repugnante y asquerosa como una araña pisada».
De este modo, lejos de ser un exceso verbal o un mero ejercicio retórico, el grito ritual de «¡Viva la muerte!» se había transformado en política de muerte: lo macabro como instrumento político. Lo macabro nos espanta, atrae y desconcierta, pues limita al norte con el horror, al este con la ira, al oeste con el asco y al sur con el humor negro. Nadie ha visto jamás una calavera seria.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con ELENA
NÚÑEZ GONZÁLEZ, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este
artículo es una adaptación parcial de uno de los capítulos de la mencionada obra