En la obra “Crítica de la razón literaria”, de Jesús G. Maestro, profesor de Teoría de la Literatura podemos leer que se afirma lo siguiente:
«El credo lingüístico ha reemplazado al credo religioso. La inquisición de la lengua ha reemplazado a la inquisición de la Iglesia. La actual izquierda postmoderna, en plena alianza con los movimientos nacionalistas de extrema derecha e izquierda, utiliza la lengua con la intención de imponer a los seres humanos el control idiomático de su vida personal, social y profesional y por supuesto, de su vida escolar».
«Es intolerable que la izquierda, que políticamente siempre ha querido representar la libertad frente a la opresión, protagonice sin vergüenza y sin inteligencia este movimiento que impone el uso de la lengua con fines tiránicos. La utilidad de esta lengua no es comunicativa, sino represora. Es decir, son lenguas inútiles para la comunicación y el conocimiento. Lenguas inservibles, excepto al ejercicio político de la tiranía. Bajo el disfraz del mito de la cultura, y de palabras engañosas como identidad, o tierra de nuestros abuelos, se trata de imponer a una población que jamás ha hablado tal lengua, el uso de tal lengua».
«A todo ello contribuyen de forma irresponsable políticos y profesores de universidades, de institutos y de escuelas. Quienes, lejos de asumir la realidad de sus responsabilidades civiles y profesionales, han reemplazado el conocimiento por la ideología, y la crítica científica y filosófica de la realidad por la prostitución política de sus actividades académicas».
«La idea de lengua como la idea de identidad es hoy un monstruo metafísico preservado por la filología postmoderna. Algún día los filólogos tendrán que dar cuenta de su complicidad manifiesta de estas aberraciones manifiestas. ¿Es esto lo que queremos? ¿Hemos construido una democracia para esto? Las lenguas son tecnología, no signos de identidad. Las lenguas no pueden tener más derechos políticos que los propios seres humanos. En una democracia, las lenguas inútiles no pueden instituirse ni legitimarse como un instrumento político de tiranía.”
No busque el lector contenido político alguno en el posible ataque superfluo que algunos pueden malentender y que intento hacer de las lenguas peninsulares minoritarias, no, de ninguna manera. Todos mis argumentos son lingüísticos y culturales emitidos desde la tolerancia del vive y deja vivir, desde la autoidentificación sin exclusiones y desde el respeto a la singularidad y la diferencia. Y alguno que otro será sentimental. Sin embargo, los prejuicios contra el idioma por antonomasia, el español, sí podría etiquetarse con mucha frecuencia como xenófobo, por cimentarse implícita o explícitamente en la asunción de que hay unas lenguas superiores a otras desde la simbologia nacional o más antiguas o de origen familiar ancestral. Hablamos, digámoslo claramente, de racismo aplicado a las lenguas y, por extensión, a sus hablantes. Los ataques y desprecios al español desde el gallego, catalán, vasco y otras lenguas minoritarias suelen proceder de la ignorancia política nutrida de estereotipos simplones y mezquinos, incomoda si a su alrededor se habla una lengua que no sea la suya. Pero para entronizar al idioma propio —que muy afortunadamente no precisa defensa alguna, todo sea dicho— esas voces no necesitan hacerlo a costa de desconsiderar o desprestigiar ya no a la lengua ajena sino, de manera indirecta, a sus hablantes. Parece como si, para defender lo propio, algunos, en una artimaña de jibarismo mental, necesitasen poner en cuestión la importancia de lo ajeno.
Un idioma —cualquier idioma— es embajador y cauce de una civilización y transmite una sabiduría y una forma de vida; constituye un universo, patrimonio y seña de identidad. Y nunca el aprendizaje y el cultivo de uno puede servir de excusa para el desprecio, el abandono o el maltrato a otro. Rebajar un idioma es despreciar al hombre y atacar al humanismo.
Porque, por el contrario, para esos que preguntan con altanería y chovinismo «¿y para qué sirven el gallego, el catalán o el vasco? ¿Qué necesidad hay de aprenderlos?», la respuesta es «para entendernos: este mi idioma, estos nuestros idiomas, sirven para entendernos y para describir y catalogar nuestro mundo», porque nuestras lenguas «minoritarias» que algunos tanto desprecian no son solo riqueza cultural, material e inmaterial, sino patrimonio natural: son parte de nuestra biología, de nuestro ecosistema, tanto como los helechos, los robles, como el tomillo y la genista, o como los gavilanes, las focas monje, los linces y las lampreas. Y porque su defensa constituye, mal que les pese a los reduccionistas de la internacionalización, la competitividad y el utilitarismo mal entendidos, toda una apertura de miras: la elegancia, la imaginación, la capacidad de análisis, reflexión y expresión, o la sensibilidad, el amor y la solidaridad no son patrimonio exclusivo de determinados idiomas ni mucho menos.
Y así, aquellos que consideran que no solo no resulta útil el aprendizaje y el uso del español por significar políticamente lo contrario de los que piensan ideológicamente sino que constituye toda una pérdida de tiempo, fondos y recursos, se mueven únicamente por la ambición de conseguir réditos materiales inmediatos y olvidan, muchas veces con malicia, que cualquier lengua, de un modo u otro, nutre una forma de vida, máxime cuando la lengua de nuestros abuelos era una y común: el español; y este queda definido en el DRAE como las diferentes lenguas que se hablan en España, entre las cuales están las minoritarias pero donde debe sobresalir, si alguna lo debiera hacer, la lengua mater, el español.
Aprender es amar. Conocer es amar. Cuantos más idiomas conozcamos, más capacidades cognitivas tendremos, más perspectivas de vida manejaremos, disfrutaremos de más puntos de vista y de mayor flexibilidad y agilidad mental; por no mencionar que, como parecen indicar estudios científicos recientes, es el aprendizaje de idiomas un potente agente antienvejecimiento y de salud mental: las personas capaces de desenvolverse en más de una lengua no tienen inmunidad al alzhéimer, pero sí lo desarrollan de forma más tardía, y la demencia senil empieza a afectar a los hablantes monolingües un promedio de 4,5 años antes que a los políglotas.
Si algo hay que evitar en una sociedad plurilingue es la tirania de las lenguas inútiles fomentadas por un Estado desorientado y confundido por equivocar la libertad con la imposición de lo políticamente correcto.