Nos ha tocado -le ha tocado a mi generación, que es una generación de náufragos- vivir en un mundo caído, en donde el hombre perdió la conciencia de los valores eternos y de su origen divino, en un torvo mundo en donde han fracasado los ideales renacentistas, la cultura caballeresca y las utopías decimonónicas. Tres siglos de escepticismo y desorden, de vaguedades humanitaristas y de ilusiones cientifistas nos han conducido al límite vertiginoso en que vivimos: a la torrentera del materialismo histórico. al pantano existencialista. Nos ha tocado vivir en el confín de un mundo, en el sangriento atardecer de una edad histórica, en el crepúsculo del renacimiento, en la plenitud de un nuevo milenario y con el aterrador presentimiento de una catástrofe cósmica. Digamos, sencillamente, que no nos gusta el mundo en que vivimos, que no nos gusta la vida que vivimos, cuando casi todo está deshecho y envilecido. “Hay que volver a encontrar nuestras raíces y descubrir una manera de ser hombre; que nos devuelva la vigencia del espíritu de comunidad, una razón vital que dé sentido a nuestros actos y una nueva manera de vivir nuestra fe que dé sentido a nuestra vida. Es decir, tenemos que llegar a ser hombres, a ser escritores, a ser católicos de manera más perfectiva, esforzada y total.”
Señores políticos: me parece que en esta tarde, el calor de la hora, el aire bordado por la música y humedecido por las miradas de los rostros más queridos -mi madre, mi esposa, mis hijos, mis hermanos-, las viejas amistades, las súbitas amistades nuevas, las añoranzas y los presentimientos, constituyen una tan perfecta melodía, una tan dichosa confluencia de circunstancias, como si esta tarde, esta prima noche, me estuviera buscando desde el fondo del tiempo y todo para ella viniera preparándose en una como secular, callada y misteriosa gestación. Bien valía la pena mirar las nubes y escribir en la arena y edificar en el viento vagos castillos de palabras, y haber cantado las muchachas y su boca rosal y la patria, sus héroes y sus ríos, para sentarse un día entre vosotros. Sólo puedo ofreceros el orgullo de no haber pertenecido a ninguna república de envidias y de haber soñado los más altos sueños nacionales. El orgullo de no haber escrito oscuros cantos, ni invitaciones al odio, ni odas al arrabal de la persona humana. El orgullo de haber alzado contra el imposible, en medio del camino de la muerte, la bandera de la vida, el amor, la esperanza y la ilusión juvenil.
Tal vez al cubrirme esta noche de un honor inmarchitable, he querido honrar en cada uno, a uno que quiso ser un lejano alumno de Platón en esta época de la náusea, a un escudero del caballero Garcilaso en esta época sin caballería, a uno que sólo ha querido ser un soldado del Imperio, su padre, su amigo, su maestro, su capitán, su jefe único y su único jefe.
No nos gusta la vida que vivimos -odio, injusticia, mentira, crueldad, falsificación de la libertad por corrupción de la verdad española e Hispana americana-.
Nuestra obligación es hacer que la suya les guste más a nuestros hijos y el crepúsculo se convierta en la sinfonia de la mañana.