Hace algún tiempo leí la siguiente anécdota de la pluma de Oscar Núñez Olivas: en un zoológico europeo (no precisó el nombre), en el sector dedicado a los ofidios, se podía leer un rótulo con la siguiente frase: «prohibido meterse a la boca las serpientes de Esculapio».
Prohibición tan extravagante sólo admite una explicación posible: había quienes tenían el hábito circense de introducirse el animal en la boca, ya fuera para fanfarronear con su presunto arrojo o divertirse a costa de los incautos, que desconocían la naturaleza inofensiva de estas criaturas, asociadas desde la Antigüedad al arte de las curaciones.
El bastón de Esculapio fue adoptado en 1898 por el ejército inglés. Los médicos de la armada belga lo pusieron en sus uniformes un año después. En 1902 fue adoptado oficialmente por el cuerpo médico de Estados Unidos de Norteamérica en sustitución de la Cruz de San Juan. Actualmente, el bastón de Esculapio, verdadero símbolo de la medicina, se usa como emblema médico en Gran Bretaña, Alemania, México, Perú, Bélgica, Filipinas y Cuba, entre otros países. La OMS lo usa desde su fundación en 1947.
Es importante conocer la verdadera historia del símbolo de Esculapio, que para nosotros es el que realmente representa a la medicina en todos sus campos, debido a que este es considerado uno de los dioses de la medicina, un héroe que, según cuenta la literatura, vivió y practicó esta ciencia con profundo sentido humanista, además de transmitir sus conocimientos a las futuras generaciones.
La historia me ha venido a la memoria al tenor de las reiteradas discusiones sobre la “ingobernabilidad” del país, que se achaca a la maraña de leyes, Decretos, reglamentos y otras normativas que no dejan hacer nada y que, sirviendo de poco o nada, provocan la risa histérica de los ciudadanos por su falta de seriedad, estudio y planificación. Para salvarnos de este laberinto de irracionalidad gubernativa se han integrado comisiones de notables y sabios que cada tanto emiten sus informes que nadie conoce, repletos de bienintencionadas proposiciones que tampoco conoce nadie pero que fundamentan teóricamente las decisiones del gobierno según dicen en rueda de prensa aquel o este ministro.
Lo dice el ex presidente Aznar, seguramente por experiencia propia, y en el mismo sentido hablaron hace algún tiempo políticos tan poco dudosos de su alejamiento del “fascismo”, como inseguros en su honradez, Felipe González y Alfonso Guerra. Comentaba éste en una entrevista de radio que los últimos gobiernos del PSOE, dígase los de Zapatero y Sánchez habían sido incapaces de hacer cualquier cosa de gran valor material o social, a diferencia de los gobiernos del pasado que prácticamente edificaron una nación. Verbigracia: los de finales del siglo XX.
Es posible que cualquiera que recientemente haya intentado hacer algo bueno desde la administración pública se uniría a ellos en esta apreciación que resulta de una veracidad irrecusable. Existe una cantidad fabulosa de leyes que ponen límites a los poderes de los funcionarios públicos, vease a los de justicia, al punto de la parálisis.
No obstante, antes de enfilar los cañones en una dirección errónea, quizá convenga analizar las circunstancias que nos han llevado a enredarnos en nuestra propia telaraña, porque nada o casi nada en la Historia ocurre por simple casualidad o capricho de las personas.
Los españoles hemos empleado una gran cantidad de energía legislativa en producir leyes que limiten los poderes de los funcionarios públicos, con la idea de que eso nos protege a los ciudadanos del enorme despojo que sufrimos a diario por parte de quienes se supone que deberían estar para servirnos.
Pero de alguna manera esta salida es engañosa, porque los corruptos –que tal vez no sean la mayoría, pero sí muchos y poderosos- no suelen actuar en el marco de la legalidad, sino al margen de ella. Un simple rótulo, como en el caso del zoológico, no basta para detenerlos.
Las leyes contra el enriquecimiento ilícito no han impedido que dos ex presidentes se vieran comprometidos en delitos de peculado por millones de dólares, Felipe González y Rodriguez Zapatero, ni han sido obstáculo para que las empresas estatales, que tanto esfuerzo costaron, se hayan rematando al mejor postor, ni que se vaya a celebrar una piñata con los recursos destinados a construir la perfidia de la dignidad que nos propuso (o impuso) la ministra Irene Montero con su idiotez de género, con unos créditos económicos de los contribuyentes de 20.000 millones de euros en tres años para que los niños no sepan si tienen coño, pito o vaya usted a saber qué, tendencia sexual, incluida el amor carnal a las plantas, árboles o animales de todo tipo .
Lo que sí consiguen, esas legislaciones abundantes y enrevesadas, es detener a los funcionarios honestos y bien intencionados que quieren hacer cosas positivas por el país, precisamente porque son rectos y se atienen a las leyes.
Entonces, reconozcamos que el frío no está en las cobijas. España no necesita más leyes para controlar a los corruptos. Tampoco es suficiente con propiciar cambios institucionales para remozar los procedimientos y las competencias, aunque no estaría mal hacer algún ejercicio de ese tipo.
Pero lo que tenemos que hacer, por encima de todo, es deshacernos de los tunantes que nos despojan de cuanto poseemos colectivamente, mediante un refrescamiento de los liderazgos y las propuestas políticas.