Tengo la sensación de que podríamos explicar el sentir de la población española, haciendo referencia a las dos jaculatorias que, desde mi punto de vista, la resumen bastante bien, en la actualidad.
Una gran mayoría de ciudadanos, algunos de ellos confundidos, otros, en cambio, con plena consciencia, se muestra partidaria acérrima del aforismo: «¡Virgencita, que me quede como estoy!«. Creo que en torno a esta máxima, se agrupan distintas corrientes de pensamiento. El ramillete podría estar formado por el inmovilismo, la cobardía, el miedo, la resignación y la impotencia, entre otras diversas flores. Ésa sería, más o menos, la horquilla, que agruparía los fundamentos del postulado.
Un menor número de partidarios, pero, por desgracia, el que está agarrado a la ubre del poder, aunque sólo sea esperando la caída de una mísera gota de leche, ha transformado el título del poema de Góngora, adecuándolo a su realidad: «Ande yo caliente, jódase la gente».
Esa frase es la bienvenida en la pantalla de los teléfonos móviles de la fauna indecente, a la que le trae absolutamente sin cuidado el sufrimiento e incluso la muerte de sus semejantes, porque dentro del exiguo tamaño de su cerebro sólo hay espacio para el egocentrismo, el autobombo y la insolidaridad. No hace falta señalar con el dedo a los adoradores de esta máxima. Creo que cualquiera que lea estas líneas no tendrá dificultad en reconocerles. Los más insolentes e impunes de ellos han mandado esculpirla como epitafio, en la cabecera de sus lápidas.
Una vez desaparecida y sepultada la meritocracia, dentro de los partidos políticos, sólo parece aguardarnos un futuro en el que el triunfo de los mediocres y los mezquinos, junto a la perpetuación de sus privilegios, sean los únicos logros por conseguir. Dentro de bien poco, el bienestar de los ciudadanos sólo será un recuerdo velado por la utopía y diluido como un azucarillo en el pantano de la corrupción y la desvergüenza, en la que chapotea toda esta legión de advenedizos y a cuyo fondo nos quieren precipitar, atados de pies y manos y con una rueda de molino anudada a nuestros cuellos.
Hay días en los que parece que uno se reencuentra y se reconcilia consigo mismo y con el mundo desde el cansancio que produce la vacuidad de la vida política cotidiana, tan alejada de los problemas de las personas, de las ciudades y de los ciudadanos, que más bien tengo la impresión de estar asistiendo a una patética representación en la que los personajes que dirigen las administraciones públicas, inventan sombras chinescas e impulsan actuaciones de pan y circo desde su consideración obscena de la inteligencia de las personas que cada día trabajan, lloran, ríen, viven y mueren; mientras ellos, desde su falsa fe democrática y su discurso instrumental lleno de palabras prestadas, van a lo suyo: lo público al servicio de lo privado, inmersos en una maraña de triquiñuelas y mentiras que envilecen la vida pública y la acción política hasta extremos desconocidos en la reciente historia democrática desde la transición.
Bajo el chiste malo, la invectiva maleducada, la prepotencia cuasi hitleriana y un pseudo-liberalismo que solo tiene como teórico el principio de «ande yo caliente, jodase la gente», se esconde una cuadrilla que debe tener toda clase de propiedades, enchufes familiares y cuentas opacas, pero carece de valor alguno identificable con el respeto a las personas y a su tierra. Lo que ocurra con las vidas de la gente corriente no va con ellos porque sus ojos están cubiertos por el antifaz de una vida regalada a cuenta de los dineros públicos; lo que ocurra con España que sobrevive a los impuestos tampoco les preocupa mucho porque la habitan poco y la sufren menos todavía porque sus privilegios les ahorran las carencias.
De la historia, la cultura, la educación cívica o cualquier otra manifestación del espíritu humano, mejor no hablemos porque esta gente solo está preocupada por la cosas tangibles que se puedan abonar en cuenta o cobrar en negro, porque en esto del dinero no va con ellos ni el color ni la procedencia. Son conspicuos practicantes del segundo pilar básico de su ideología: pájaro que vuela, a la cazuela.
Yo no quiero quedarme como estoy, por mucha mediación que realice cualquier Virgencita y, sobre todo, no quiero ser cómplice, por acción u omisión, de los desmanes de un hatajo de sinvergüenzas. Los futuros, anunciados en antiguos textos, que creímos de ciencia ficción, se acercan, al galope, hacia nosotros.
Decididamente a esta gente hay que mandarla a casa: “ricos, pero a su casa”. Creo que las personas decentes o, sencillamente normales, deberíamos hacer caso a este sabio consejo aunque fuera solo por pura profilaxis social y para garantizar la vigencia de los mínimos valores en los que ha de fundamentarse una sociedad democrática y decente.