Una experiencia civil de lo militar

He tenido la oportunidad de acudir a lo largo de los años a varias conferencias impartidas por militares, y visitar instalaciones castrenses. Lo he vivido como una ocasión dorada de aprender acerca de un mundo lamentablemente lejano para la mayoría de civiles. Me he sentido afortunada de formar parte de un público al que personas de alta graduación, con una dilatada experiencia, avanzado conocimiento y graves responsabilidades, han dedicado tiempo, atención y paciencia.

Los habitantes de España que pagan impuestos, sostienen con una parte de los mismos la Defensa Nacional. Nuestros militares siempre están dispuestos a arriesgar la vida, y dedican décadas a estudiar y trabajar con el fin de ofrecernos seguridad y orden, elemento esencial para que una sociedad no se destruya. Pocos civiles españoles parecen tener conciencia de todo ello. Aquellos que viven ajenos a este hecho debieran investigar, escarbar, para conocer quién ha generado la paz que disfrutan, y quién la mantiene.

Existe amplia bibliografía sobre la ciencia castrense, sus leyes, psicología… Es una experiencia todavía más viva y emocionante que la lectura, acceder al mundo militar de la mano de sus componentes, y en un edificio oficial. Algunos contamos con una ardiente y perpetua motivación cognitiva, difícil de satisfacer; por ello, cuando la civil que escribe ha tenido la oportunidad de acudir a escuchar a grandes profesionales militares, lo ha hecho con diligencia y una inmensa sonrisa. Hablaré a continuación de distintas ponencias y visitas castrenses en las que he estado presente:

He tenido el privilegio de escuchar a una persona que, aparte de haberse graduado en la academia superior militar, había conseguido dos títulos universitarios, uno en ciencias, otro en ingeniería. Su exposición contó con una riqueza de contenido y una forma lingüística dolorosamente difíciles de encontrar hoy día. Para colmo, se mostró tremendamente humilde, e incluso tomó un avión para acudir a la cita. Me hubiera gustado mostrarle un profundo agradecimiento, y hacerle saber que algunos le colocamos en un puesto alto en el escalafón humano, por encima de la mayoría de aquellos que hemos de soportar a diario: analfabetos gritones con chancla que creen hacer un favor al mundo sólo con despertar cada mañana. Tener cerca a personas como ese militar, ayuda a crecer y aporta oxígeno.

En otra ocasión, pude colocar los ojos y los oídos sobre el teniente coronel S.C.C. La primera impresión que me causó es que es un hombre profundamente inteligente, sólido y estable; alguien fiable, por tanto. Con autocontrol y un sistema nervioso resistente. Parecía gozar de los mismos valores que casi todos los militares que he conocido: lealtad, férrea disciplina, inagotable valentía, y gran capacidad para pasar a la acción (después de haber pensado). De entre todos los tipos de inteligencia, él cuenta con la lógico-estratégica especialmente cultivada. Esto puede no llamar la atención de compañeros de armas, dado que casi todos la poseen, pero para alguien como la autora de estas letras, con un cerebro diseñado de una forma diferente, acceder a esa manera de discurrir, de mirar el mundo, es sorprendente y fascinante. Y supone una ocasión de aprendizaje inestimable.  

Muchas personas en la actualidad padecen egos insaciables o gran inseguridad. Para expresar lo primero y compensar lo segundo, viven con la necesidad insaciable de llamar la atención. Normalmente lo intentan lanzando de forma recurrente comentarios (de escasa erudición) y una risa falsa. Esos fulanos (y fulanas) resultan ridículos y agotadores. Molestos, sobrantes. El teniente coronel S.C.C. no necesita asegurarse de que toda la sala oiga su voz o le mire de forma constante, seguramente porque no está enfermo de vanidad, porque tiene autoestima, y la agradable virtud de la discreción.

En las conferencias existe en ocasiones un metomentodo prepotente desvergonzado: ése que responde preguntas que se han lanzado a otra persona, que por cierto posee el doble de conocimiento que él, y que para colmo en ocasiones es el propio conferenciante. Con todo, el indeseable se mete con calzador; la soberbia, el exhibicionismo, la falta de respeto y la desesperación no alcanzan límite. Ojalá esos sujetos fueran conscientes de la lástima y vergüenza ajena que generan en quienes comparten habitación con ellos. El teniente coronel S.C.C. se comportó de forma opuesta, porque él sí sabe estar en su sitio, y ser oportuno: conoce cuándo es momento de hacer vibrar las cuerdas vocales (para ser pertinente y necesario), y cuándo de guardar silencio.

Pese a no recordar su timbre de voz y encontrarme sentada en las últimas filas de la sala, él captó mi atención más que todos los compañeros a su lado juntos, y causó en mí una honda impresión. Seguramente se debe a que tiene presencia y personalidad, por eso no necesita hacer aspavientos ni incurrir en actos circenses para sobresalir entre la masa y ser recordado, años después.

J.P. es capitán en la UME. Desde el primer instante fue evidente que él sentía orgullo de ser militar. Parecía estar… en su sitio, y por ello me atrevería a decir que no hay lugar en el mundo en que prefiriese encontrarse. Observé que trataba con el mismo respeto a sus superiores y a sus subordinados, lo cual indica la clase de ser humano y profesional que es: existen muchos miserables que buscan posiciones de autoridad para que en su haber diario se incluya atacar a sus empleados, incluso alcanzando la violencia verbal. Abusan de su poder con impunidad. Esos demonios son tan nocivos para el individuo (y los que le rodean) como cualquier virus, aunque su comportamiento no esté tipificado. El capitán J.P. trataba con compañerismo a todas las personas bajo su mando, al tiempo que mantenía la estricta jerarquía y la seriedad. Es un equilibrio ideal, difícil de conseguir.

Hablaré ahora de V.: no recuerdo su apellido ni graduación, sólo que es cercano al capitán antes mencionado. V. ha sido legionario y ahora está en la UME, es decir, ha probado ampliamente su resistencia física y mental. Seguramente ha atravesado varias situaciones trágicas que los civiles sólo ven en películas y videojuegos, y pese a ello, la vida no parece haberle vencido, conserva el sentido del humor y cierta alegría.

V. también ha vivido auténticas aventuras, y conocido toda clase de individuos. A diferencia de otros, nunca mencionó ser “amigo personal” de nadie: no lo necesita, supongo, él sabe quién es, y sus amigos y compañeros también. Pese al largo camino que ha recorrido y todo lo que ha demostrado, siempre se mostró con el público sencillo, cercano y sin pretensiones. Otros, que no han hecho nada en la vida o sólo una tercera parte que V., viven con altivez y presunción.

V. debe poseer varias medallas, y me refiero a medallas de verdad, las otorgadas por arriesgar la vida todavía más que a diario, por demostrar aún más coraje que normalmente, por salvar vidas humanas o llevar a cabo actos heroicos semejantes. V. no mencionó el tema de las condecoraciones. A cierto individuo, que sólo cuenta con medallas honoríficas (ese cupo que un general está obligado a repartir al año, caiga a quien caiga), le falta tiempo para vanagloriarse sobre ello ante todo ser vivo: existen muchos canosos en cuyo interior habita un adolescente inseguro dispuesto a todo para recibir atención, incluso dejarse en evidencia. Este arribista chabacano utiliza lo castrense (como recurriría a cualquier otra institución, empresa o grupo) para alimentar su ego y ejercer el oportunismo. No es un patriota, no ama al Ejército, ni lo respeta.

Miré los antebrazos de V. y me pregunté cuántos soles los habrían bañado. Contemplé sus ojos mientras miraban con camaradería, afecto y respeto al capitán J.P., y me pregunté cuánto habrían visto esos luceros; deseé sentarme a escucharle durante horas, sin interrumpirle. Él fue parco en palabras, pese a tener aspecto de poder narrar mucho. Por qué siempre ocurre: uno estaría dispuesto a pagar para dejar de oír a aquellos que cotorrean incesantemente irrelevancias y sandeces. Y cuando aparece alguien como el teniente coronel S.C.C. o V., resultan ser personas tan calladas como el capitán Alatriste.

Asistí a una conferencia del teniente coronel E.A.O. La denominaría “bajo control”: algunos ponentes (civiles, en mi experiencia hasta la fecha) faltan el respeto al público no preparando su exposición, se limitan a lanzar al aire lo primero que cruza su mente, sin orden ni sentido, hasta agotar los minutos. La intervención de E.A.O., aparte de planeada, fue cohesiva y completa, y tuvo personalidad, estilo propio. Él logró algo inusual: ser comprensible para los profanos, y al tiempo resultar denso e instructivo; me desveló varias ideas, logró activar y estimular mi cerebro.

El teniente coronel, a diferencia de todos los oradores que he conocido, fue más allá del estricto tema del curso, y aportó un elemento personal: animó a los jóvenes de entre el público a ser valientes en su vida, a tomar decisiones, dado el mérito que ello entraña, y a asumir responsabilidades. En una nación donde tantos viven señalando con el dedo y mirando para otro lado, lavándose las manos, es insólito escuchar las palabras del teniente coronel. Así mismo, E.A.O. defendió las Humanidades: necesariamente, para acceder a la academia superior militar, uno ha de haber estudiado el bachillerato de ciencias, y la formación superior es eminentemente técnica. Ello no implica que las Humanidades sean prescindibles para la defensa de una nación: como él indicó, son la esencia misma de la persona y condición para la creatividad, esa chispa que genera el avance de las sociedades. Una de las mejores citas del teniente coronel en el tiempo que nos entregó, fue “no existe el arte de la guerra; el arte crea, la guerra destruye”.

Realicé un curso de una semana de duración durante el cual estuvimos guiados por el coronel Á.-C. Escuchándole y observándole, reflexioné sobre la paciencia (entre otras virtudes) que él ha cultivado para alcanzar su graduación. Lamenté que varios miembros del público le obligaran a ejercitar esa cualidad todavía más. En determinada ocasión, yo habría arrojado algún objeto a la cabeza de más de un jovencito ante su comentario impertinente. Lamenté la situación, que Á.-C. se viera obligado a soportar a ese atajo de niñatos, que no tienen la más remota idea de todo por lo que él ha pasado, lo que ha visto, y hecho. Supongo que si los recién destetados hubiesen llevado uniforme, el coronel les habría metido en cintura, pero como no era el caso, tuvo que limitarse a lanzarles cierta mirada. El mundo es un lugar injusto…

Resulta ofensivo para el militar ponente informar al auditorio de su intento por no extenderse ni aburrir, como si cualquiera de los presentes tuviésemos en todo el año acceso a una persona con el espectacular currículo de cualquier alto cargo militar español. Igual de humillante supone disculparse por “hacernos” escucharle a las cuatro de la tarde; los bebés deberían estar en casa durmiendo la siesta, merecen un premio por el esfuerzo de estar aquí. Esa conferencia se incluía en unas jornadas cuya matrícula era voluntaria, nadie acudió encañonado. Y, ¿qué estaría haciendo buena parte del público de no encontrarse escuchando allí a un almirante, a alguien que ha alcanzado el mayor rango en su profesión? Los militares excusándose e insistiendo en que quedaba poco tiempo para terminar, y los pintamonas de YouTube alargándose sin mirar el reloj, porque su legión de fanáticos tiene las prioridades claras. ¿Por qué mereció la pena que una servidora prestase atención a ese almirante? Porque enseñó que existen tres nortes, y porque nunca había escuchado a una persona afirmar “hay pocas cosas en la vida más hermosas que ayudar a alguien”.

Cierto general ofreció hace tiempo una ponencia en una universidad. El ambiente en la sala era propio de un colegio de primaria: si el público destinatario de cualquier evento no tiene canas, parece ser obligado el predominio del estilo colega y el dirigirse al auditorio como si aún tuviera dientes de leche. Cómo no hacerlo, por otro lado, si éste viste de pijama y se sienta como si estuviera en el sofá de su casa. No ha superado la fase primitiva de la vida, aún no es Persona.

Esa forma de comunicarse y comportarse debería limitarse al bar y la piscina municipal. Una universidad o edificio militar, también cuando éste contenga civiles, debe albergar exclusivamente formalidad, que por supuesto incluye el trato de usted. Indignamente, éste ha desaparecido en casi toda la sociedad, incluso dentro del Ejército: quedé atónita cuando los propios soldados nos animaron a tutearles. ¿Perdón? Si no eres mi madre, mi amigo, amante o compañero de trabajo, ¿qué demonios hago tratándote como si lo fueras? La lealtad que los militares llevan en la sangre, la disciplina, el desprecio que los civiles y políticos de su propia nación les dispensan a diario mientras ellos hacen horas extras no abonadas y arriesgan la vida, merecen consideración, que empieza por el trato de usted, por sentarse frente a ellos con la espalda recta y las piernas recogidas, y vestido de forma esmerada.

El atavío es una forma más de respeto hacia el lugar donde uno se encuentra. No importa cuál sea el estilo de uno o lo que le “apetece”: si uno acude a un lugar serio, no al parque a emborracharse, ha de ponerse unos pantalones de verdad y una camisa. Por no hablar de esas mujeres que se presentan con plataformas y braga vaquera (existe demasiada desidia y exhibicionismo para tapar la ropa interior) en un campo de maniobras, que no es una pasarela de moda sino un lugar con polvo, arena, tierra y barro.

Sentí vergüenza ajena en aquella sala de universidad, y recé para que el oficial y sus compañeros presentes no generalizasen, para que pensasen que existe alguna persona que estima que ese ambiente es inaceptable, bochornoso, que ellos merecen mucho más de los civiles, y que algunos somos conscientes del significado y trascendencia de su hoja de servicio, esa ante la que el público reacciona como quien oye llover. Pero buena parte baila el agua a un mentecato de internet.

Los asistentes a aquella ponencia no fueron peores que la presentadora: se comportaba con la familiaridad de quien está con el vecino en la peluquería. Sentí de nuevo vergüenza ajena: no me importa cuánto se conozcan o gusten ambos, el ámbito público debe ser opuesto al privado, y como tal debe estar en todo momento revestido de etiqueta. Para colmo, la presentadora sintió la imperiosa necesidad de hacer al público conocedor de lo importante que ella (creía que) era, la dificultad para ser admitida en un curso que realizó, y un largo etcétera. Esos comentarios deben limitarse a la madre de uno y Linkedn. De lo contrario, uno resulta jactancioso y cargante. Como suele suceder, los militares de alta graduación, con un estelar currículo, jamás alardearon de ello.

Quedé estupefacta cuando algunos asistentes de una conferencia militar mencionaron la posibilidad de incorporar al aula aire acondicionado. Soldados han pasado el invierno en Burgos durmiendo sin calefacción, varios meses en cierta base duchándose con agua fría en la misma estación del año, y en otras sirviéndoles comida gusanada (denunciado por Alberto Chicote en televisión, y por varias fotografías en Ciudadanos de uniforme). Con semejantes deficiencias vejatorias, se pretende que se destine presupuesto a que los marqueses de barrio no suden en demasía. Manda huevos…

Igual de impresentable es el hecho de que en varias de mis experiencias castrenses, se haya pedido expresamente puntualidad, como un favor, y se dé las gracias cuando se cumple. Llegar a tiempo es una norma básica de educación, una obligación cuando vamos a encontrarnos con un ser humano y no con una vaca en la cuadra. Y por cumplir con la obligación, uno no merece nada.

Comprendo que el soldado que nos condujo en autobús a cierta base lanzara al grupo de niñatos esa mirada, entiendo que le ardiese la sangre: él sabe cuadrarse, enfrentarse al peligro cuando otros se defecarían encima en la misma situación, y vive poniendo su vida en las manos de sus compañeros de unidad, y sabiendo que tiene en las suyas las vidas de sus compañeros. Es un estilo de vida el militar (no consiste en un mero empleo, mucho menos un “curro”), que forja un carácter, que construye una identidad. Muchos de los presentes, por varios comentarios que escuché, no parecen contar con un horizonte mental más allá de la ley del mínimo esfuerzo para aprobar en la universidad-guardería, y tener dinero para alcohol y coche.

Mi asistente favorito en conferencias impartidas por militares, ha sido J.A.V.V. Él elevó el nivel del grupo gracias a su categoría personal y profesional. Sus preguntas fueron con diferencia las más inteligentes, interesantes, y que revelaban mayor conocimiento, militar y de otros campos. La primera vez que lanzó una interrogación al conferenciante, giré la cabeza impresionada, preguntándome de quién se trataba. Resultó ser profesor universitario, y, tengo entendido, ha realizado numerosos proyectos para el Ejército.

J.A.V.V. es un tipo de persona a quien cada vez es más difícil encontrar: con impecables modales, amabilidad, humildad y discreción. No existe en él una pizca de ordinariez. Siempre se expresa con corrección, como alguien digno de ser tomado en serio, y en todo momento le vi conducirse con gran profesionalidad. No es un arlequín ni lame el espejo. Él posee un cerebro refrescantemente ágil, y despegó los labios sólo para hacer avanzar la conversación, nunca para pavonearse, robar protagonismo, molestar, atacar, o hacer a los presentes poner los ojos en blanco. Por todo ello, ser el binomio de J.A.V.V. durante una semana supuso una inesperada y desacostumbrada experiencia formativa.

Seguro que existen personas con una trayectoria profesional todavía más brillante que la suya, pero en ocasiones en lo personal resultan insufribles y a uno le generan una mueca de asco recurrente, por lo que los problemas laborales se sortean y resuelven con todavía mayor dificultad. Si tuviese que formar un equipo de trabajo para tratar un asunto delicado, personas con las que sudar decenas de horas en una oficina o sala de reuniones, quiero a J.A.V.V. cerca.

Basándome en todas las vivencias militares que he disfrutado hasta la fecha, considero que oficiales y tropa han tratado a los civiles demasiado bien, tanto por su paciencia y amabilidad, como por el esfuerzo y tiempo empleados en nosotros: en todas las visitas, han expuesto exprofeso gran cantidad de material (alta y costosa tecnología), y hemos tenido a nuestra disposición a varios efectivos para que nos explicasen su función. Ahí no termina el privilegio: cuando conocimos la UME, sus miembros realizaron un rescate vertical, frente a nosotros, tal como se haría en una situación real.

¿Puede el lector creer que durante una visita a una base nos ofrecieron un abundante y delicioso tentempié? Como si fuésemos embajadores en una recepción. Me resultó exagerado, un lujo injustificado: nosotros no lo necesitábamos ni lo merecíamos (en esta vida todo tiene que ganarse con esfuerzo, y si uno quiere recibir, primero ha de dar). Por ello hubiese deseado cargar sobre el hombro las bandejas y preguntar quién acababa de realizar una marcha o maniobras, para ofrecérselas. Ellos sí lo necesitan, y lo merecen.

A diferencia de en casi todos los ámbitos civiles, en el militar no he escuchado un sólo “oye, tú”, como si el otro fuera el mismo barriobajero que uno, como si la vida fuese un mercado de ganado. En el Ejército he contemplado valores, modales, espaldas estiradas, pies que nunca se arrastran, camisas impecablemente planchadas, y el uniforme confiriendo dignidad al portador: en esa institución uno no ve chanclas, ni pijama, chándal, ropa interior o partes íntimas del cuerpo descubiertas. Lo que se observa es sangre en las venas, capacidad rápida de reacción, mentalidad práctica y resolutiva, orden y autoridad.

La sociedad civil tendría una oportunidad de futuro, saldría del charco de aguas residuales en que se encuentra, si adquiriese algunos rasgos militares.

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