La nave de los necios es el título de una de las más grandes obras literarias del siglo XV escrita en Alemania por Sebastián Brant. En esta obra el autor critica las costumbres pecaminosas de su tiempo y a las personas que las practicaban las llama necios. Así los describe como un grupo de personas que van en una nave navegando a su naufragio. De igual forma nuestra sociedad moderna se ha embarcado en una travesía que lo lleva a practicar toda clase de cosas, algunas de las cuales Sebastián Brant las llama necedad. Sin embargo, independientemente de lo que nosotros llamemos necedad, la pregunta es, cuál es en sí la definición correcta de esta palabra.
La palabra necio es muy conocida en nuestro léxico. De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española un necio es:
- Ignorante o imprudente o falto de razón.
- Terco u obstinado en lo que hace o dice.
Desde una perspectiva cristiana, la palabra necio se usa 71 veces solo en el libro de los Proverbios y para que esa palabra se use con tanta frecuencia en este libro de la sabiduría, debe haber algo intrínsecamente malo en ser un necio. He aquí por qué. La palabra hebrea para la palabra necio es «Nabal» y significa sin sentido por lo que el necio, básicamente, de acuerdo con Dios, no tiene ningún sentido por esto «Dice el necio en su corazón: No hay Dios» (Salmo 14: 1). Él o ella es un necio si dicen que no hay Dios. Por un lado, nadie puede demostrar de manera concluyente que no existe Dios, a menos que haya estado en todos los lugares del universo. Además, el Salmo 19 demuestra que debe haber un Dios porque «Los cielos cuentan la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, Y una noche a otra noche declara sabiduría.»(Salmo 19: 1-2). Si usted ha estado en una noche estrellada, debe llegar a la conclusión de que este universo y toda su inmensidad no fueron creados por cuenta propia. El orden y la simetría de los cuerpos celestes son como una orquesta bien afinada que funciona a la perfección (lsaías 45:18) porque Dios es un Dios de orden y no de caos o confusión (1 Corintios 14:33).
Ya lo dijo el gran filósofo alemán Inmanuel Kant hace más de 200 años: «no discutas nunca con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». También hay una frase que circula por ahí, de Mark Twain que dice «no discutas con un idiota. Te obligará a bajar a su nivel y allí te derrotará con su experiencia».
Estas frases ingeniosas y espléndidas no han perdido nada de validez. Más bien al contrario. En Internet tienen más vigencia que nunca. La Red ha proporcionado una libertad sin precedentes a los idiotas para que puedan demostrar su estupidez e irritar al resto de la humanidad en toda clase de foros. Apoyándome en el también grande Voltaire, diré que puesto que no hay cura para esta extraña enfermedad en la que quien sufre no es el enfermo sino los demás, lo mejor es que nos vacunemos nosotros contra esta plaga. Haciendo caso a Kant y la mejor forma de combatir a un idiota es ignorarlo; sea en el entorno familiar, desde el más cercano al más distendido, de parejas, en asuntos de trabajo o de vecindad, de amistades longevas o recientes, permanentes o circunstanciales, discusiones de contención política o social, en todo ámbito siempre habrá un imbécil, o como quiera que denominemos a estos personajes, idiotas, estúpidos, necios, igualmente los aduladores y hasta las más particulares menciones propias de cada sociedad. Lo cierto es que en su misión y ejercicio de su obra no existe tiempo libre y se perfeccionan cada vez más con su misión, y es que desde el inicio de la humanidad hasta el final de los tiempos siempre ha habido y siempre habrá un necio.
Cuántas habrán sido las discusiones entre padres e hijos, amigos o simples conocidos, por imbecilidad de uno, o imbecilidad compartida, entre los padres entre sí, del que cada quien achaca la imbecilidad al otro, su determinación es una tarea imposible de acometer.
Con la llegada de las nuevas tecnologías y redes sociales, la relación y discusión ha alcanzado niveles nunca imaginados. Ahora cualquier estúpido puede, en su legítimo ejercicio de serlo, manifestar abiertamente el derecho a la libertad de expresión y por cualquier medio divulgar el producto de su idiotez, lanzar una personal conclusión que siempre la hará ver como producto de un elevado estudio o erudición providencial, ante lo cual, también en el genuino ejercicio del mismo derecho, pueden quienes quieran sustentar su posición o por el contrario rebatirla, expresar con similar vehemencia sus pareceres.
En la España de hoy, en la que se genera a través de la crisis no solo política, social y económica y a la que ha de agregarse la idea de crisis de la razón, la inteligencia y la sindéresis, encontramos cientos, miles de situaciones que son perfectos ejemplos de discusiones, conversaciones, «diálogos» con estos personajes, con estos idiotas, con estos estúpidos.
Así, pues, tenemos ya algunas luces de cómo acometer una eventual discusión o ”diálogo» con un imbécil, siendo la conclusión más plausible la de no prestarse a entrar en una situación de argumentación circular que en nada contribuya, no solo a superar el diferendo existente, sea este espontáneo o inducido, a veces creado por los que creemos imbéciles, sino para lograr estadios superiores de conciencia y razón individual del mayor número de personas posibles, algo así como un proceso de desimbecilización.
En lo personal, el aprendizaje que saco de estas reflexiones que he mencionado, especialmente la que encabeza el artículo, es que, si bien uno tiene alguna obligación de tratar de ayudar a las personas en condición de idiotez, ello debe hacerse siempre que las mismas deseen hacerlo y salir de su profundo mar de desconocimiento y trivialidad, y jamás se deberá insistir al punto de verse afectado por la necedad ajena en el sentido de que las actuaciones de sus actores se exterioricen de modo tal que pongan en riesgo nuestra integridad, ya que el legítimo derecho al ejercicio activo de la estupidez no debe acarrear consecuencias o efecto alguno para los terceros; por tal razón el grave peligro de que los imbéciles ocupen posiciones públicas, que comprometan la salud de otros, como está ocurriendo en las altas instancias de tan insigne y gloriosa Nación como es España.
“Reclamamos en nombre de la tolerancia el derecho a no tolerar a intolerantes”. -Karl Popper-.