El presidente sufre de un delirio y los españoles sufren de su presidente. Quizá el delirio surge para desviar la atención, quizá ya estaba cansado de enfrentar el escrutinio público sobre la política del gobierno ante la hecatombe que nos está viniendo encima en los últimos años, quizá cayó en la cuenta de que culpabilizar a la oposición era aún tan cansado como culpar a Putin. Ese delirio, en el verbo del señor presidente, reza así: «Una cosa es lo que dice y otra lo que hace». Tras insistir en su crítica de que el PP no cumple con la Constitución al mantener bloqueada la renovación de instituciones como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y pedir a Feijóo que aclare si va a permitir ese relevo, recordó que su Ejecutivo ha llegado a acuerdos con todas las fuerzas parlamentarias –excepto con el PP y con Vox–, y con los agentes sociales. «El Gobierno trabaja sin descanso para proteger a las familias y empresas, y ustedes lo único que han hecho ha sido estorbar, estorbar y estorbar a lo largo de estos años de legislatura», recalcó Sánchez. Además, afirmó que mientras el Gobierno apuesta por los derechos sociales, el PP lo hace «con palabras y hechos por los retrocesos». ¿Cuál es el pecado de estos señores ante semejantes delirios del presidente?
Usted, señor presidente, tiene el delirio de estar por encima de la verdad. Tenga la bondad y la honestidad intelectual de exigirle verdad a su conciencia y a las de su grupo. Por ejemplo, así como exigió la verdad de los cheques del Rey emérito, exija verdad con el gasto gubernamental en propaganda y su conexión con las utilidades radiales del exministro Abalos o con las contrataciones del exministro Illa, además de la donación que declaró su gobierno a PLUS ULTRA o como compras durante la pandemia, irregulares a la vista de cualquiera, para recibir comisiones, manteniendo los impuestos a los artículos de primerísima necesidad como si fueran artículos de lujo, o del arrendamiento… mientras cobran las ayudas del Parlamento por desplazamiento. De igual forma, así como exigió la verdad en las elecciones de la década de 2010, exija la verdad en las pasadas elecciones; o bien, así como demandó la verdad de gobiernos sobre las violaciones a los derechos humanos en otros lugares y en otros tiempos en España, cuente usted la verdad sobre las violaciones de estos por los ilegítimos “ganadores de las elecciones municipales de 1931” y no venda su silencio, y el de su grupo, a cambio de varios millones de petrodólares y oro pagados por naciones extranjeras como Venezuela. Porque su delirio, señor presidente, parece ser una cortina de humo para desviar la atención de la verdad sobre temas tan importantes como los del Sahara, Marruecos y Argelía en política internacional, la deuda publica en la política económica nacional, la subida de los precios en la defensa de las familias…, y tantos y tantos otros.
Para Jacques Lacan la locura era una cuestión de fe o, mejor dicho, de creencia. Loco no es el mendigo que se cree rey, sino el rey que se cree tal; es decir, la locura estaría en la afirmación del ser por la cual alguien cree que es lo que es… a través de la mediación con otros. Dicho de otro modo, el rey es rey porque existe un pueblo y éste, de vez en cuando, también se encarga de ahorcarlo cuando aquél olvida que su lugar depende de dicho reconocimiento.
Un ejemplo más sencillo demuestra cómo este fenómeno de engreimiento hunde sus raíces incluso en nuestra vida cotidiana. Recuerdo el caso de un docente que, a la tercera clase, había perdido a la mitad de sus alumnos; y se justificaba diciendo que los jóvenes de hoy en día no estudian, no prestan atención y otro tipo de excusas locas que no hacían más que omitir lo fundamental: que él no estaba dispuesto a interrogarse respecto de su lugar como profesor. De este modo, loco es aquel que rechaza recibir del otro su propio mensaje invertido.
Ahora bien, nuestra época también nos confronta directamente con la locura como un mal corriente. En diversas ocasiones, la posición de quienes consultan a un analista se sostiene en demandas que podrían ser llamadas “locas”: está la de quienes creen que tienen derecho a ser felices… como si la felicidad pudiera ser un derecho que a uno le correspondiera por el mero hecho de existir (como en la canción de The Smiths: “Soy humano y necesito ser amado…”); o bien, la queja habitual de quienes consideran que se “merecen” un destino más acorde… a lo que creen que “son”. En última instancia, como he dicho, la locura es esta afirmación del ser. ¿Quién podría decir que lo que recibe en suerte no depende de otro y que ese don está garantizado? “Cada uno da lo que recibe, y luego recibe lo que da”, cantaba Jorge Drexler, en una versión del lazo social que, a despecho de la locura, lo reduce a la neurosis (es decir, al intercambio).
Por lo tanto, en absoluto se trata de que el loco sea un extraviado, alguien que confunde lo real con una percepción errónea, la verdad con una alucinación. La locura no es una cuestión de déficit, a menos que entreveamos que el loco objeta el lazo social. En todo caso, el loco se piensa solo, y esto lo define como delirante. Delirio que puede ser el de un presidente (o país) que cree que sufre atentados terroristas porque, en algún otro lado, hay fundamentalistas irreflexivos que se niegan a ser libres; o bien el delirio de quienes creen que la violencia, en nuestros días, tiene agentes subrepticios o maléficos que, debido a tal o cual propiedad, la ejercen contra víctimas inocentes. En este punto, el siglo XXI demuestra una regresión profunda a lo peor del siglo XIX: las definiciones esencialistas de la humanidad a partir de lo otro “no humano”; cuando nuestro tiempo expone lo inhumano en el hombre mismo. Por esta vía, la locura no sólo implica envanecimiento, sino también desconocimiento.
Durante el siglo XVII, el concepto de locura se basaba principalmente en el concepto de delirio, de modo que «estar loco» era igual a «tener delirios» y viceversa. En la actualidad, si pedimos a una persona cualquiera para describir su imagen prototípica de un «loco», es muy probable que nos diga que es aquella persona que cree ser el Napoleón o que afirma ser perseguida por extraterrestres. Diciendo de otra forma, a pesar de haber adquirido una visión más amplia de la persona que sufre de problemas mentales, el delirio sigue formando parte de las características del estereotipo, además de ser uno de los criterios diagnosticados que más llaman la atención. Etimológicamente, la palabra delirio deriva del término latino delirare, que significa salir del camino trabajado. Aplicado al pensamiento, sería algo como «pensar saliendo del camino normal». Para el laico, delirar significa «enloquecer, quedarse con la razón perturbada». En el lenguaje habitual, delirar es prácticamente sinónimo de locura, irracionalidad, devaneo o pérdida de la realidad. «Tengo una pregunta que a veces me tortura: ¿estoy loco o los locos son los demás?»
La definición más conocida y citada es la que Jaspers ofrece en Psicopatología General (1975). Para Jaspers, los delirios son falsos juicios, que se caracterizan porque el individuo los mantiene con gran convicción, de manera que no son influenciables ni por la experiencia ni por conclusiones irrefutables. Además, su contenido es imposible. Para identificar un delirio, deberíamos tener en cuenta el grado en que la experiencia se ajusta a los siguientes puntos: Se mantiene con absoluta convicción. Se siente como una verdad evidente por sí misma, con una gran trascendencia personal. No se deja modificar por la razón ni por la experiencia. Su contenido es a menudo fantástico o al menos intrínsecamente improbable.
Dicho todo esto, sin embargo, me creo obligado a advertir que no creo que nuestro presidente sea un caso de optimismo delirante, antropológico o patológico. Es simplemente una evasión personificada, uno de esos seres que usan todos los recursos de la realidad cuando el viento sopla a su favor, y se evade de ella en cuanto empieza a soplar en contra. Y lo hace, además, con más soltura y habilidad que nadie, empezando por la oposición. Estamos, en fin, ante un maestro en el arte del escaqueo o, si lo quieren, de la trilería. ¿Ven ustedes la bolita? Pues fíjense bien, cambiamos las chapas, una vez, otra, otra, y ya no la ven. Lo mismo con la crisis, ¿la ven?, ¿no la ven? Ya ha desaparecido. Ante unos espectadores asombrados, sin darse cuenta de que la crisis está en sus bolsillos, en la educación de sus hijos, en la corrupción de los poderes del Estado y en todo lo que toca este señor que tenga relación con los intereses generales de la Nación a los que este trilero pueda sacarle extracto de poder.