El gran maestro Américo Castro en su famoso estudio España en su Historia tenía un pequeño apéndice sobre el tema «Por qué los españoles no quisieron a Felipe II». Aunque hoy en día este pequeño añadido está olvidado, todavía vale la pena leerlo, ya que explica en buena medida cómo muchos españoles han visto la historia de su pasado. Castro terminó su estudio en 1946 en Estados Unidos, donde vivió como exiliado después del colapso de la democracia en su país. Desde el primer capítulo, que se titula «España, o la historia de una inseguridad», hasta el ya mencionado apéndice, en el cual describe la España del siglo XVI como un país «inmóvil y hermético» gobernado por una figura siniestra «cuya prudencia hirió los nervios de los españoles»; el magistral estudio es un comentario escasamente disfrazado de la experiencia negativa de los intelectuales españoles ante los regímenes iliberales.
Ya que nos alejamos de unos años que han estado fuertemente dominados por la conmemoración de varias fechas muy significativas, 1598 y 1898, 1978 y 2018 (fin de la aplicación del artículo 155) que dejaron una profunda huella en las mentes de los españoles de estos años, quizás podríamos hacer una pequeña pausa para pensar en el impacto de 1598. No nos equivoquemos. Si hubo una convulsión intelectual en 1898, 1978 y 2018, también la hubo en 1598. Al escribir en 1598, Baltasar Álamos de Barrientos pintaba un cuadro de una Castilla en ruinas. Ibáñez de Santa Cruz, poco después de la muerte del rey, hablaba de «quan ciego y errado fue todo el gobierno pasado». «El nombre español», escribía Mateo Alemán, «ahora casi no tiene ninguna consecuencia». «El rey», escribía el famoso jesuita Juan de Mariana un año después de la muerte del rey, «debe estar sujeto a leyes». Ellos no eran los únicos. En una excelente conferencia que el historiador Fernando Bouza pronunció en un simposium sobre Felipe II en el centro Juan Carlos I de la Universidad de Nueva York, destacaba la fuerte oposición de muchos cortesanos de Felipe II al estilo de gobernar del rey. Podemos, creo yo, con buena razón hablar de una «generación de 1598» en la Castilla del recientemente desaparecido rey. Surgieron voces, de dentro del propio gobierno, en favor de la paz y la tolerancia.
¿Pero qué significaba todo esto? ¿Significaba que España había estado sufriendo bajo una tiranía? Los intelectuales españoles de todas las épocas, especialmente los exiliados, han tenido buenas razones para no sentirse optimistas por lo que hace al destino de su patria. Es significativo que una de las obras históricas de mayor influencia de Cánovas tratara, con claro pesimismo, de la «decadencia» de España. Parece como si haya habido una tendencia continua a desconfiar de la historia de España. Había, obviamente, aspectos únicos de la historia peninsular que hacen a España diferente, pero es curioso que los españoles han sido únicos en el desasosiego que tienen cuando se expresan sobre la herencia histórica de su país.
¿Pero fue la España de Felipe II única en sus continuas guerras, en el aumento de sus impuestos, en su hostilidad hacia los herejes, en su represión a la oposición? El hecho es que, para aquellos que van más allá de los límites de España, es fácil encontrar otras semejanzas en Europa. Vale la pena recordar aquel otro Antonio Pérez de la Europa del siglo XVI, el príncipe Andrei Kurbsky, ministro del zar de Moscú, que escapó de Rusia en 1560 y en el exilio publicó sus memorias atacando al zar. El zar Iván también tuvo continuas guerras, aumentó los impuestos, y reprimió la oposición, él también (un paralelo con la historia de Don Carlos) mató a su propio hijo y heredero. Cada aspecto del sistema de gobierno de Felipe II, incluyendo la forma de oposición de algunos españoles a éste, se puede encontrar en otros estados de la Europa de este periodo. El gobierno del rey, con todas sus deficiencias, tenía su equivalente en otras partes de la Europa del antiguo régimen.
Durante el reinado del rey, el mismo número de personas murieron matándose entre ellos en Francia que durante toda la represión española en Europa. Sin embargo, los historiadores franceses no se obsesionan con la tragedia. Tomemos otro ejemplo. Consideremos el caso de un jefe de estado del siglo XVI que: permite la destrucción de la población de una nación vecina, y la apropiación de sus tierras, permite la destrucción de los hogares, castillos e iglesias de otra nación fronteriza por medio de sus ejércitos, sin declarar la guerra; y en aquellos países donde es posible, detiene y ejecuta a cualquiera que se opone a estas políticas; tiene un ministro que organiza un servicio de espionaje para espiar la población de su propio país; suministra soldados y barcos para alentar a sus generales para que quemen y destruyan las ciudades de otra potencia con la cual no está en estado de guerra; ejecuta a cientos de sacerdotes y laicos con acusaciones notoriamente falsas de traición; controla la prensa rígidamente, y ejecuta a cualquiera que publica ilegalmente; ejecuta a miembros de su propia familia que representan una amenaza al trono, y se niega a investigar a sus amigos cuando son sospechosos de asesinato; envía a miembros de las Cortes a prisión si le critican, y los deja morir allí. Podemos imaginar la reacción de los historiadores si este gobernante fuera Felipe II. El gobernante en cuestión, sin embargo, no fue otro que Isabel I de Inglaterra, y (por lo que yo sé) nada de lo dicho ha empañado la reputación de uno de los posiblemente mayores jefes de la historia de Inglaterra.
¿Entonces por qué se produce un problema en el caso de España? Se podría suponer que fue una imprudencia de Felipe el Prudente el volver en 1559 para convertirse en gobernante de España cuando pudo quedarse en los Países Bajos o en cualquier otro de sus muchos dominios. De este modo hubiera evitado la distorsión que de su imagen hacen sucesivas generaciones de no-especialistas. Un catedrático de universidad (Crisis de Imperio, EL PAÍS, 17-1-98) ha afirmado que Felipe «prohibió que los jóvenes españoles estudiasen en Europa», y otro (El error del Rey Prudente, EL PAÍS, 28-11-98) ve esta prohibición como un «cierre del círculo» de un «riguroso y total control de pensamiento» que había empezado con la prohibición de importaciones de libros extranjeros, decretado por una pragmática de 1558.
¿Servirá para algo insistir una vez más en que no hubo tal prohibición de estudiar y tampoco tal prohibición de importar? La prohibición de 1559 de estudiar en las universidades extranjeras (similar a otros decretos emitidos en otros países) sólo se dirigía a los castellanos («de estos reynos», dice la pragmática) y no al resto de los españoles, quienes continuaron estudiando libremente en el extranjero. En la práctica, rara vez los castellanos estudiaron en universidades extranjeras, de manera que la prohibición fue totalmente teórica. Solamente en 1568 la prohibición se extendió a los sujetos de la Corona de Aragón. Y mucho después de esta fecha, los pocos castellanos y aragoneses que lo deseaban continuaron estudiando fuera, mientras el estado se hacía el ignorante. Los controles lejos de restringir la educación quizás más bien la fomentaron: Castilla después de 1559 tenía proporcionalmente más estudiantes en sus universidades que Inglaterra o los Países Bajos. Y la cuestión del control de los libros, desde luego, no es más que un mito. La restricción de 1558 de importar sólo afectaba a Castilla («estos reynos») y raramente fue observada. ¿Cómo pudo haber funcionado si continuó la libre importación de libros por parte de Aragón, Cataluña y Navarra?
«Cada día», los inquisidores informaban en 1572, «entran libros para España». Las librerías de Barcelona estaban repletas de libros importados. Todo autor extranjero importante, aparte de los heresiarcas, se hallaba a la venta. El intercambio de libros con Europa bajo Felipe II estaba en su mejor momento más que cualquier tiempo anterior o posterior. Los que dudan de esta afirmación pueden consultar la gráfica de la página 381 de Cambio cultural en la sociedad del Siglo de Oro (1998), de Henry Kamen, hispanista, profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Uno espera que, al finalizar unos años que han sido distinguidos no sólo con bellas e ilustrativas exposiciones sino también con excelentes trabajos de muchísimos especialistas del arte, de la ciencia y de la historia, los resultados de sus investigaciones sean reconocidos y que se reflexione sobre ellos. Aun así, es posible para algunos eruditos afirmar, en contra de toda evidencia, que «el apagón se produjo, y la política contractual de Felipe II fue la causa». Parece que fue realmente una imprudencia de Felipe II haber vuelto al Mediterráneo. ¿Hubiera sido mejor para todos que se hubiera quedado en el norte, casado con Isabel de Inglaterra (tal como de hecho deseaba), aguantando las nieblas de Londres, bebiendo cerveza tibia y presidiendo ese otro imperio -el británico- en el cual el sol tampoco se ponía?
Estamos, ahora y volviendo a la actualidad, inmersos en una crisis continuada de enorme calado: la crisis ruso-ucraniana con enorme impacto en las economías familiares de miles y miles de ciudadanos del mundo, la crisis de la economía nacional y ahora, la crisis institucional que desencadena las salidas y entradas de España del rey emérito Juan Carlos I que pone en evidencia una crisis existencial de la Monarquía que los españoles votamos como forma de Estado en 1978, mal que les pese a algunos asquerosos manipuladores de los muchos analfabetos que hay en España.
Cualquier actividad que Juan Carlos I haya podido realizar y que pueda considerarse fuera de la ley o de la ética que obliga a cualquier servidor público tiene y tendrá mi más profundo desprecio. El viaje de ida de Juan Carlos I, tal como se presentó, fue un error de bulto porque su salida de España, el lugar de destino elegido, los motivos alegados y las escasas explicaciones dadas, ponen en el punto de mira (se quiera o no) a la institución monárquica cada vez que el Emérito tenga que hacer viaje de ida y vuelta, sin mencionar que un Rey español que ya está anciano, puede morir fuera de España.
Los actos de los humanos son en muchas ocasiones totalmente contradictorios. Entender esto, que no es justificar nada, es clave para comprender que en una misma persona caben actos indignos, junto con actos de gran altura. Este es también el caso de Juan Carlos I. Yo no soy monárquico ni me declaro republicano, soy lo que crea en cada momento sea lo mejor para España. Pero entiendo que la acción política de Juan Carlos I ha sido clave para que España haya podido vivir uno de los mejores periodos de desarrollo y de democracia de toda nuestra historia.
Su trabajo junto a figuras como Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo o Manuel Fraga, ha sido un legado real y tangible. Un legado cuyo principal protagonista ha sido el pueblo español que fue (fuimos) consciente de que había que ser generosos y ceder y consensuar para conseguir hacer real la llegada de la democracia y el ingreso en la UE.
Ha habido insuficiencias y errores en estos últimos 40 años. Sin duda. Como los ha habido y los habrá siempre. Pero el balance de Juan Carlos I es positivo al igual que el balance de los españoles. Y es por eso por lo que considero que la decisión de «comprarle» billetes de ida y vuelta constantes a los emiratos es una decisión errónea en la que parece claro que está implicada la Casa Real.
Conviene rectificar. Juan Carlos I se ha sometido al escrutinio de los tribunales nacionales e internacionales y a la normativa de Hacienda si ambas cosas son necesarias y no se ha requerido un reproche, aplíquese, por tanto, duda pro-reo, de haberla. Pero no nos equivoquemos porque olvidar y desmerecer el papel de este Rey y su aportación al bienestar y a la democracia en España es desmerecer nuestro papel como pueblo.
Éramos conscientes de que su camino, era el único camino posible. Y fuimos protagonistas de lo mejor de nuestra historia con él y con los personajes citados. Respetemos eso. Nos respetaremos a nosotros mismos y no nos volverá a pasar factura una leyenda negra escrita por los enemigos del legado español en el mundo a imagen y semejanza de la que se escribió con mentiras para Felipe II y sus sucesores como hemos visto en los primeros párrafos de este artículo gracias a la imprudencia del rey prudente, Felipe II, y la prudencia, actualmente, del rey imprudente Juan Carlos I.