Fernández-Carvajal decía a mediados del siglo pasado, tan cercano, que «se ha extendido estos últimos años en España la insana costumbre de omitir en el artículo periodístico –esa monstruosa criatura que todos los días se reitera– los supuestos o referencias esenciales para la comprensión del hecho que se aborda. Dicho en términos exactos, se prescinde de la sustancia para dar sólo el accidente, de la cala en profundidad para dejar la espuma.»
Yo me imagino, decia, que el artículo, en estos años que atravesamos, ha experimentado, por no sé qué oscuras causas biológicas, una bisección: de una parte, ha quedado su cuerpo terreno y palpable, encerrado en la red de letra impresa a base de 0 y 1, propio de la informática, y de otra, su cuerpo astral, que se evapora. Y quien no sepa olfatear en el aire el rastro de este cuerpo astral estará absolutamente en ayunas respecto al significado concreto del cuerpo sensible.
Va a ser grave tarea para los historiadores de dentro de dos o tres siglos reconstruir la figura de la España actual a base de los jeroglíficos de la prensa. Creíamos haber superado hace mucho el tótem y los simbolismos mágicos, y he aquí al artículo moderno convertido en inescrutable conjuro. Yo propongo que, de ahora en adelante, principalmente por razones de economía del papel, por un lado, y de peso en archivo electrónico por otro, se sustituyan, como en Altamira, los editoriales por bisontes y las gacetillas por corredoras gacelas. Aunque mejor sería que los jóvenes –dejemos a los otros, irremediablemente perdidos, para hechiceros de tribu– se propusieran desde ahora reintegrar en una sola unidad el artículo y su sombra. Necesitamos que la palabra escrita tenga luz de cenit y que cuando salgamos de la lógica sea para caer en la lírica y no en la niebla.
¿Puede suceder que, si entendemos la estética como una disciplina inmersa en el más amplio campo de la cultura, sea ésta la que en Occidente esté sufriendo un continuo desmoronamiento, cercano a su misma disolución? Recientemente, Mario Vargas Llosa, en su libro «La civilización del espectáculo», como antes hiciera Eduardo Subirats en otro libro casi homónimo, constata agriamente la perfecta banalización de la cultura. Se trata, según Donald Kuspit, de la cultura determinada por el dinero, los medios de comunicación y el entretenimiento popular.
Banalización de la cultura y, quizás, del mundo. Pues la falsa cultura corre paralela a la entronización de una política falsa, falsamente democrática, una política, como ya denunciara Benjamin, teatralizada, convertida ahora en farsa parlamentaria, en realidad regentada por los mercados financieros y las corporaciones internacionales que han convertido el mundo en un casino. Así, en la cultura banalizada, tanto para el arte como para la política parece haberse instaurado el principio único del todo vale.
Y es que, como dice Marchan Fiz, el tratamiento fragmentario puede producir la paradoja de un sistema de fragmentos, lo que, por otra parte, coincide con la situación actual de la propia disciplina estética del escritor de artículos periodísticos, que se percibe más como un mosaico que como una realidad monolítica que hará imposible su comprensión por nuestros biznietos.