El católico, por serlo, cree en el libre albedrío. Pero esto, que suele asomar bastante claro en el orden individual –su salvación o condenación dependen en última instancia de su voluntad–, se le olvida a menudo en el orden colectivo, en la trascendencia histórica. Existe un muy extendido «fatalismo histórico» que considera el curso general de los acontecimientos como algo no dependiente en ningún modo de los hombres, a modo de una gran bestia ciega y sin riendas que unas veces nos pisotea y otras nos lleva en su lomo. Y lo peor es que esta idea nace en ocasiones de un providencialismo mal entendido, según el cual la Providencia, al regir la historia, lo haría sin la menor colaboración con la libre actuación de los individuos; cuando lo cierto es que, tanto en lo particular como en lo colectivo. nuestra libertad tiene el rango de colaboradora en nuestra propia creación, rematando de un modo o de otro la actualización de nuestras posibilidades. Más claramente dicho: la historia, en el fondo, la hacemos nosotros, está en nuestras manos.
Naturalmente, el que no entiende bien el papel de su libre actuación en la historia, es porque no lo debe acabar de comprender en lo individual. En realidad, no hay una frontera entre los dos órdenes; todo acto, por privado que parezca, tiene una trascendencia –infinitesimal, si se quiere– en los siglos venideros y en las tierras más lejanas, siempre que caigan dentro del «cono del futuro absoluto», como dice Eddington.
Es cierto que cuando en la historia aparece un gran hombre de los que decimos que cambian su curso, lo hace como cúspide de una situación y apoyándose en unas posibilidades creadas por todos los demás, pero no es menos cierto que si ese hombre no apareciera, la historia iría de otro modo. Si Napoleón hubiera carecido de su circunstancia, por nacer en otro lugar o en otro tiempo, hubiera hecho muy poco, pero si la historia hubiera carecido de Napoleón –imaginémosle muriendo en el sitio de Tolón–, las cosas habrían marchado de otra manera; por ejemplo, no hubiera existido el 1808 español. Hoy día somos tal vez individualistas en exceso, y por eso se nos hace un poco difícil comprender esta gran suma arracimada de libres albedríos que mueve y hace la historia. Casi todo se nos da hecho, pero en nuestras manos queda una parte a realizar, infinitesimal en los más, de alguna importancia en muy pocos.
Hay que librarse del error, común en este tiempo entre muchos católicos, de creer que sólo hay que participar en la historia cuando las cosas vienen bien dadas, y que en cuanto los asuntos se ponen feos, se debe abandonar la historia en manos del diablo y meter la cabeza bajo el ala, refugiándose a esperar en una ilusoria catacumba bien aislada, que por esta misma sordera resultará precisamente lo opuesto a una verdadera catacumba. Una catacumba no es un refugio antiaéreo de ciudad, sino más bien una chabola de campaña de invierno.
De aquí la obligación histórica del católico. Esto no quiere decir, ni muchísimo menos, que todos –a no ser pasivamente– hayamos de participar en la política, que es misión activa de unos pocos hombres con vocación, sino que hemos de poner al servicio de Dios la trascendencia histórica de nuestros actos, sin rehuir enfrentarnos con nuestra circunstancia. Siempre hay obligación de ataque o servicio a nuestro tiempo, o las dos cosas a la vez, sirviendo a lo que tenga de bueno y atacándolo para mejorarlo, jamás de indiferencia. Claro está, el hombre que sirve a una vocación individual –santidad, sabiduría, belleza– puede en algún caso no estar obligado a acordarse de la situación histórica en que vive, pero en realidad es él quien más influye en el curso de ésta. Y por eso, su deber histórico queda simplemente incluido en el particular, reforzándolo y agravando su responsabilidad por el camino que dentro de él tome.
Así pues, cada generación tiene la obligación, cuando no necesidad, de escribir su historia. Todo historiador, cronista de un presente que se agota a cada segundo, debe contar para narrarla con un aparato metodológico y una línea teórica que responda, de manera sistemática, a las preguntas que los hombres de una época lanzan sobre las posibilidades que en el pasado se dieron, y entre las que eligieron sus antepasados. La ciencia histórica, disciplina singular y “arte” tradicional, enseña así, con pretensiones didácticas, el camino elegido por la humanidad en su evolución cultural, a nivel local o global; descubre los
límites y oportunidades que el “tiempo”, categoría esencial en la Historia, ha dado a la libertad de los hombres.
La tarea investigadora y didáctica del historiador, demuestra pues, generación a generación, una enorme importancia. Ya el historiador romano Polibio recordaba que “no hay profesión más útil para la instrucción del hombre que el conocimiento de las cosas pretéritas” . Esta “instrucción” se concreta, científicamente, en el conocimiento y exposición de los “hechos históricos” como el conjunto de ideas, creencias y valores que dieron sentido a la existencia de un pueblo, de una época, de un individuo, en un tiempo concreto y en un espacio determinado.
“La verdad se halla en las cosas y en el entendimiento humano; pero los conceptos humanos que de las cosas forman los hombres, se expresan por medio de palabras. Cada una de las que a nuestros oídos llegan, los impresiona con el exclusivo fin de suscitar en las inteligencias una idea; aquella misma precisamente, que quien la emitió quiso transmitirnos la vibración del sonido, para que con toda fidelidad se reprodujesen en nuestro espíritu. Debe haber, pues, una relación indestructible entre un concepto y el vocablo con que se expresa, a fin de que, pronunciado el último, en el entendimiento surja siempre indefectiblemente la misma idea. En el lenguaje, por lo tanto, hay también una forma de verdad, la que resulta de la conformidad de la palabra con la idea; y una causa de falsedad, la que constituye la disconformidad entre el concepto y el término”.