Concluíamos en anteriores artículos que el respeto por las culturas minoritarias no requiere nada que vaya más allá del igual tratamiento, aunque está claro que «igualdad», siempre una noción escurridiza, ha de ser interpretada en forma sensible a los factores culturales. No se trata por igual a cristianos y judíos por prohibir a todos el comercio en domingo. Hay, sin embargo, otro argumento que podría respaldar la demanda de derechos de grupo. Es el de la afirmación de que las culturas y sus portadores no pueden florecer en ausencia de reconocimiento, esto es, del reconocimiento público del valor de la cultura en cuestión. Desde esta perspectiva, el valor de los derechos de grupo es simbólico más que sustancial, pero importante por ello mismo. Son formas de asegurar a un grupo minoritario que su cultura y su forma de vida no son menos valiosas que la cultura dominante.
Como tesis general acerca de la supervivencia cultural, este argumento es casi con certidumbre falso. Las culturas minoritarias han sobrevivido durante siglos bajo condiciones en las que eran meramente toleradas por la mayoría o incluso activamente discriminadas. Puede afirmarse razonablemente que algunas culturas se han fortalecido debido a la sensación de sus miembros de ser una minoría asediada en una sociedad hostil: piénsese en las minorías judías en Europa del este o en la comunidad francófona en Canadá, que no tienen nada que ver con las comunidades de Cataluña y Vascongadas. Por tanto, la reclamación de reconocimiento sólo tiene buen asidero en algunas circunstancias. ¿Qué circunstancias son éstas? Como Taylor, creo que la demanda de reconocimiento público de valores culturales es un fenómeno característico moderno. De forma más específica, tiene dos precondiciones. Primero, el grupo cultural en cuestión debe considerarse parte de una comunidad mayor, de forma que tenga sentido que la cultura de uno sea reconocida en público. De otra forma el único pueblo cuyo reconocimiento cuenta sería el de aquellos que ya pertenecen al grupo, situación que se da en Cataluña. Segundo, el reconocimiento público debe darse a unas culturas pero no a otras. Si el Estado garantiza, como ocurre en España, el reconocimiento a valores no culturales, entonces no puede decirse que una cultura sea devaluada. Paradójica mente, por tanto, la búsqueda de reconocimiento por las culturas minoritarias testifica el hecho de que comparten una identidad nacional común con la mayoría. De nuevo, la demanda de derechos de grupo se convierte, al examinarla en detalle, en una demanda de igual tratamiento. Y, de nuevo, la igualdad es una noción escurridiza en su aplicación.
Ahora me ocuparé de la cuestión de si las minorías culturales deben recibir derechos políticos especiales. La pregunta no puede responderse hasta que no sepamos para qué son los derechos políticos: como debemos entender la naturaleza y propósito de la autoridad política. Aquí quiero contrastar la concepción de la política implícita en el principio de nacionalidad con la concepción que favorecen los multiculturalistas que ha sido descrita de diversas formas como «política de identidad», «política de la diferencia» o política del reconocimiento», este último término muy en auge en las Vascongadas y Cataluña.
Vamos a considerar, en este momento, la cuestión específica de la representación de las minorías.
Aquí nos encontramos con dos poderosas consideraciones que tiran en direcciones opuestas. Por una parte, si la deliberación política trata de establecer un acuerdo genuino que puedan reconocer todos los sectores de la Comunidad, entonces es de vital importancia que los puntos de vista de cada grupo estén representados en el cuerpo deliberante, como ha sucedido con la aprobación y aplicación de la Constitución del 78.
Por otra parte, la democracia deliberativa se orienta a alcanzar el acuerdo siempre que sea posible, lo que no ocurre en estos momentos. Por utilizar la metáfora de Sacks, los representantes deben hablar en el lenguaje primero y público de la ciudadanía así como en el lenguaje de su grupo. Ahora bien, aquí es importante que no sean sólo abogados de su grupo, sino ciudadanos que toman parte en las decisiones de una gran cantidad de temas, incluidos algunos en los que los intereses particulares del grupo son irrelevantes. Por tanto, es potencialmente peligroso que los representantes sean elegidos únicamente para representar a un grupo étnico político particular, porque esto les encajona en un papel estrecho y les desincentiva para participar en el papel más amplio de ciudadano.
El peligro se llama estrecho sectarismo. Sunstein aclara bien este punto:
«Desde el punto de vista republicano (…) los problemas más importantes respecto a la representación política es que amenaza con ratificar, perpetuar y estimular una comprensión del proceso político como una lucha egoísta entre «intereses» por recursos sociales escasos, que puede desanimar a que los actores políticos asuman y comprendan las perspectivas de otros y que esto devalúe los rasgos deliberativos y transformadores de la Política.
Debido a estas consideraciones de Sunstein comparto el punto de vista de que la representación formal de un grupo minoritario puede justificarse como segunda mejor solución, como la que tenemos en España, siendo la primera mejor si el resultado se obtuviera de forma espontánea a través de procedimientos de selección abierta, de modo que cada persona supiera que ha sido elegida para ejercer de ciudadano representante, por encima de la circunscripción territorial y de las demandas de las minorías culturales a las que pudiera pertenecer.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca