Formulemos desde un principio la pregunta: ¿Como y cuál es el ser de España en el deseo de sus generaciones actuales?
Tratar de contestar a esa pregunta algo exhaustivamente equivaldría a tener que iniciar un inventario minucioso sobre el caudal anímico de anhelos, muchas veces vaga e inconscientemente formulados, existentes en nuestras generaciones históricamente más vivaces. Digamos ya que vamos a renunciar, aquí y ahora, a la discriminación de inventario tan prolijo; el cual, por añadidura, requiere una objetividad difícil de lograr cuando se está instalado insoslayable y denodadamente en el regazo de una de esas generaciones.
Nos limitaremos, por tanto, a una empresa no tan ambiciosa, y desde luego menos analítica en el orden al puro conocer, intentando tan sólo formular desde un emplazamiento forzosamente subjetivo, individual y por supuesto poco relevante, algunos deseos sobre España que parecen palpitar, a veces explícitos, a veces inconcretos, en el ánimo de generaciones españolas calificables todavía como jóvenes. Nuestra formulación habrá de resignarse, por tanto, a tener que echar algunas veces por la borda los anhelos de una aséptica objetividad; en el fondo monitoriza estas líneas una pretensión no puramente investigadora, sino también, en cierto modo, exhortativa y parenética, el sermón parenético, que se dirige sobre todo a la voluntad, al corazón y a la disposición interior del ánimo humano para exhortar, estimular y amonestar.; de ahí también que a través de estas formulaciones no sea inverosímil que se infiltre algún margen de sintonía personal en la elección y confección de esta especie de antología de los anhelos españoles.
Y una vez declarada la varia limitación de estas reflexiones, pasemos con la intrepidez necesaria a la tarea de dar forma y semblante a dos latidos que parecen percutir con novedad en el pecho de alguna gente joven española.
La aspiración armónica.
Si fuera preciso resumir en una breve fórmula algunas de las nuevas aspiraciones que mejor parecen percibirse en el afán actual de España, aventuraríamos la siguiente afirmación: asistimos a la forja de «un deseo de armonizar entidades cuyo divorcio venía siendo cosa inveterada en los españoles». Así, el divorcio de lo moral y de lo inteligente, o, para decirlo más precisamente con terminología aristotélica, entre las actitudes y virtudes éticas y las dianéticas. Merece la pena detenerse algo en este punto, pues de aquí sale una larga reata de importantes consecuencias y conviene aclarar antes el significado de estas; las primeras se adquieren por la costumbre, en el ejercicio constante de aquellas acciones que llamamos virtuosas; las dianéticas, en cambio, se adquieren a través de la enseñanza; las virtudes de la parte racional de ‘mando’ son las virtudes dianoéticas (como son, por ejemplo, la sabiduría, la inteligencia y la prudencia), mientras que las virtudes de la parte racional de ‘obediencia’ son las virtudes éticas (como son, por ejemplo, la liberalidad y la moderación)..
El eticismo inherente al carácter español ha sido puesto de relieve muchas veces, y fue advertido ya por los historiadores antiguos que se ocuparon de nuestro pueblo. Tal modalidad aparece como una especie de constante hispánica, extensiva incluso a la parcela cultural de nuestras creaciones filosóficas, como lo acreditaría la persistencia en nosotros de las formas del pensamiento estoico, sobre todo en su versión senequista; Los estoicos no concebían la felicidad sin la libertad. Epicteto llegó a afirmar que “la felicidad no consiste en desear cosas sino en ser libre”.
En todo caso es evidente que nuestra cultura tradicional acusa en su línea rítmica un predominio de lo ético. Quizá haya sido el conde de Keyserling quien más netamente vislumbró esta estructura cuando definió al español como «cultura ética hecha carne». Pues bien: hoy se escuchan en nuestro contorno voces en cuyo acento se traduce una convicción: la de hallarnos en el trance de tener que superar ese humanismo hispánico en lo que tiene de unilateral y en lo que supone de confinamiento y repliegue hacia lo ético. De uno u otro modo se reclama un crecimiento en la dimensión inteligente, un mayor grosor del pensamiento como función humana irrenunciable en todas las esferas del obrar: tal sería la forja de un renovado humanismo hispánico; su adviento, deseado y entrevisto por las mentes alertas de la España reciente, habría de caracterizarse por una decidida incorporación de los frutos del logos a nuestra poderosa entraña ética.
En esta misma línea habría que situar otros deseos perfectamente armónicos que se refieren a cualidades no habitualmente conviviente en el carácter español. La fidelidad, por ejemplo, es una virtud hispánica acreditada desde muy antiguo (recuérdense las expresivas alusiones a la «fides» celtibérica o a la «devotio» ibérica), y en ello radica acaso más que en otra cosa la propensión tradicionalista, vigente siempre en una gran parte de lo español. Pero junto a esta virtud ética, en sí espléndida, por supuesto, no suele darse aquella suma de modalidades de pura inteligencia que son imprescindibles para todo cuanto implique una previa operación de discernir, de conocer, de elegir, de juzgar. La mera fidelidad, en ese caso, puede incurrir en las limitaciones –incluso quizá en las degeneraciones– de lo puramente instintivo y ancestral.
En conjugar ambas cualidades consiste una de las metas tendidas desde siempre al afán perfectivo que deben sentir los españoles. No basta, pues, la reciedumbre ética de virtudes como ésta de la fidelidad; justamente nos gloriamos de ella invocando, por ejemplo, aquel admirativo comentario de Livio al gesto de nuestros antepasados saguntinos que «guardaron a sus aliados fidelidad hasta la ruina propia» (fident socialem usque ad perniciem suam coluerunt). Pero es hora de airear también otros testimonios que acaso por no tan halagüeños suelen ser menos voceados, aunque resultan tanto y quizá más expresivos del carácter esencial del español en el aspecto de su limitación mental. Así, éste de Floro cuando enjuicia en resumen toda la historia ibérica con una frase que abarca por entero a la otra cara de la psicología hispana: «Hispania… antes llegó a ser conquistada por los romanos que a conocerse a sí misma, y fue la única entre todas las provincias que sólo después de ser vencida comprendió su propia fuerza.» (Ante ab Romanis obsessa est quam se ipsa «cognosceret», et sola omnium provinciarum vires suas postquam victa est «intellexit».) Tremenda afirmación esta de Floro; España, el pueblo fiel y valeroso, es también el único que se mostró incapaz de estas dos cosas: «conocer» y «comprender». ¿No es para alarmarse?
No sería difícil acarrear aquí otras muestras de esa desarmonía hispánica entre lo ético y lo intelectivo, pero el acarreo habría de distanciarnos del objeto propuesto. Baste señalar que tanto las más salientes virtudes cuanto los defectos innegables suelen acusar entre nosotros una raíz preferentemente empapada de calidades morales; lo mismo, por ejemplo, si se trata de la exaltación instintiva del héroe ciegamente heroico que si se trata del anti-heroísmo peculiar del pícaro; tanto en el terreno imaginativo de la figuración mítica –Don Quijote, Don Juan– como en el de la creación plástica. El sensible desnivel que arroja el balance de nuestra entidad cultural entre los dos polos objetivos de la vida del espíritu no debe proseguir hacia los extremos opuestos de la hipertrofia y de la atrofia. Cultura ética hecha carne, decía con razón de España el pensador germano; ya era tiempo, pues, de desear la encarnación complementaria, no ética, de un logos que también llegue a hacerse carne hispánica, pero, por Dios, que se enfrenten en el campo de la dialéctica.
Humanismo de proyección universal.
Todos los aspectos glosados hasta aquí y referentes al signo del caudal de deseos que parecen obvios en los afanes de nuestro alrededor, coinciden, como ya desde el principio hemos adelantado, en aspirar a una perfecta comunión, en el seno de lo español, de elementos hasta ahora demasiado disociados. Por otra parte, esa disociación se relaciona muchas veces, como ha podido verse, con modalidades que suelen tener un origen más o menos remoto en la estructura constitutiva del carácter español, que parece predispuesto a incurrir en crecimientos y atrofias unilaterales.
Ante este hecho, y descartada la actitud fatalista de abandonarse a lo ancestral e instintivo –tal es en el fondo la actitud pecaminosa del casticista–, sólo cabe adoptar otra opuesta, de signo activo, y por así decirlo, completivo. Esta segunda actitud equivale a proclamar una exigencia formadora, reformadora y, en resumidas cuentas, educativa del sustrato humano que sirve de base psicológica a lo español. Lo educativo, pues, viene a ser una nueva instancia contrapuesta a la inercia casticista, un contrapeso de socratismo aplicado al alma española.
Pues bien; nuevas voces reclaman también la urgente tarea de esa España fervorosamente pedagógica. La historia de otras voces, a primera vista semejantes, que tuvieron antaño expresión en nuestra patria, se diferencian de la actual, precisamente, en que hicieron caso omiso de una tradición esencial que hay que mirar como dogma patrimonial irrenunciable. Quizá hoy, por una muy explicable reacción conservadora de ese patrimonio existe el peligro de sacrificar o, por lo menos, descuidar la función mayéutica en aras de la proclamación dogmática. Frente a ese riesgo se han alzado ya voces inconfundibles con las del fenecido socratismo desintegrador; lo que ahora se anhela es toda una nueva paideia nacional, clave armonizadora de ese nuevo humanismo que hoy es perceptible, al menos como anhelo reflejado en el rechazo a las normas recientemente aprobadas de educación de nuestros menores.
Convendría recordar aquel juicio de Unamuno según el cual el ser que se desea obtener –el único que es esencialmente creador– dará también la pauta, con su mera existencia, de la ulterior salvación o perdición.
Es evidente que el acervo de anhelos antológicamente consignados más arriba revelan una voluntad de salvación en el ámbito nacional. No lo es tanto, sin embargo, que su pura latencia en el ánimo sea segura prenda nacional de salvación histórica; aquí falla necesariamente ese voluntarismo que alienta en el juicio de Unamuno. Si lo que se desea posee virtualidades salvadoras, la salvación cumplida no puede ponerse sólo en el deseo, sino precisamente en el deseo activo y eficiente, disparado a todas horas como un dardo hacia el torso de lo real.
Largo es, sobre todo en comparación con otros estadios anteriores, el avance de inquietudes y anhelos en conciencias y mentes exigentes y claras; mucho cabe esperar también de ese afán de armónico humanismo, hasta ahora apenas formulado con pretensión y voz de tal, pero dotado ya de pulso y de vagido, que discernimos como una meta española que hay que perseguir: mucho bueno, en fin, puede salir de la extensión de las inquietudes vocacionales al plano colectivo e histórico; pero por abundantes que parezcan los motivos de esperanza, hay que reconocer y enderezar aún toda la extensa zona de realidades españolas pendientes de exorcismo. El juicio definitivo sobre una generación, ya sea de loa o de reproche, y el fallo sobre si su destino final será salvarse o perderse, sólo pueden formularse a posteriori. «No hay vida de hombre que mientras dura me decida yo a ensalzar o condenar», hace decir Sófocles a uno de los personajes de su Antígona.
Otro tanto puede decirse de las generaciones mientras aún se mueven en la escena histórica. Quizá la nuestra ya adivinó cuál era su papel, ya atinó con el gesto esencial; ojalá su mensaje y su acción cumplan el grave cometido que le incumbe.