La compleja trama de la precedencia en la corte de Pedro solo es comparable y merece estudio objetivo con la de la Corte de Versalles. El enfoque más efectivo consiste en examinar el sistema de la corte de Versalles. Estudiemos la circulación de la sangre en este complicado organismo, ius sanguinis, pues aquí la fiebre de jerarcomanía alcanzó su punto más alto.
En el más elevado escalón de la pirámide se hallaban los príncipes de la sangre, otros príncipes, y los pares, nimbados de áurea gloria. Los pares eran los nobles hereditarios y los magnates de Francia, y pertenecían simultáneamente al parlement y al Consejo de Estado. Este grupo, el más elevado de todos, detentaba los más altos privilegios y la suprema jerarquía. El resto de la nobleza venía después a gran distancia de aquellos.
Debemos destacar que existía considerable diferencia entre Jerarquía y poder. Un hombre podía ser un ministro todopoderoso, un general victorioso, un gobernador colonial, o presidente de un parlement de gran autoridad; en la vida de la corte su rango era muy inferior al de un joven príncipe que acababa de salir de la adolescencia. En campaña, los mariscales de Francia tenían precedencia sobre los príncipes y los pares, pero en la vida de la corte carecían de rango, y sus esposas no tenían derecho al codiciado y envidiado tabouret.
“¡El divino tabouret!” como lo llama Mlle. de Sévigné en una de sus cartas. El taburete era un mueble sin brazos ni respaldo, más parecido a una sillita plegable que a un sillón. Sin embargo, a pesar de su insignificancia, desempeñó extraordinario papel en la vida de la corte francesa.
Cuando el rey o la reina tomaban asiento en el círculo de la corte, todos los caballeros tenían derecho a sentarse… no en un sillón, sino sólo en uno de esos famosos tabourets. De todos modos, las damas condenadas a mantenerse de pie podían alentar ciertas esperanzas. Se les permitía compartir el privilegio del tabouret… cuando el rey y la reina no estaban presentes. La posibilidad de dicha eventualidad fue cuidadosamente estudiada por la etiqueta de la corte, y sus reglas se combinaron en un sistema. Se desarrolló una ley del taburete, del mismo modo que en el curso de la historia se desenvolvieron paulatinamente las tradiciones legales.
Seamos un poco más específicos:
Los hijos de la familia real se sentaban en tabourets en presencia de sus padres; en otras ocasiones, podían ocupar sillones. Los nietos reales podían solicitar tabourets sólo cuando los hijos del rey estaban presentes; en las restantes ocasiones, también ellos podían acomodarse en sillones. Las princesas de la sangre debían contentarse con tabourets en presencia de la pareja real y de los hijos de ésta; pero en presencia de los nietos del rey gozaban de un privilegio especial: un sillón sin brazos, pero que por lo menos tenía respaldo donde apoyarse. Tampoco se las privaba totalmente de la gloria implícita en el sillón… pero en presencia de damas de rango inferior.
Estas normas no agotaban los problemas ni las posibilidades; era preciso considerar la situación de los altos dignatarios del Estado y de la corte. Los cardenales debían estar de pie en presencia del rey; pero en compañía de la Reina y de los niños reales se les ofrecía tabourets; cuando sólo estaban presentes príncipes y princesas de la sangre, podían reclamar sillones. Los príncipes extranjeros y los grandes de España debían estar de pie ante la pareja real y sus hijos; frente a los nietos reales podían ocupar un tabouret; en presencia de príncipes y de princesas de la sangre tenían derecho a sentarse en sillones. (Sin duda había considerable desplazamiento de muebles en la corte francesa, al compás de las idas y venidas de la familia real.)
La ley del tabouret incluye muchos otros aspectos, pero no podemos ocuparnos de todos. Quizás sea éste el lugar apropiado para citar el libro de Marzio Galeotto sobre la casa del rey Matthias Corvinus de Hungría. Beatriz, la esposa italiana del rey, introdujo una práctica particular: si ella se sentaba, lo mismo podían hacer las damas de compañía; y estaban autorizadas a hacerlo sobre cualquier tipo de silla, sin necesidad de permiso especial. Un cortesano muy escrupuloso mencionó el hecho al rey Matthias, y criticó la falta de formalidad; sin duda, mucho mejor era dejar de pie a las damas.
-Oh, no, que se sienten- replicó Su Majestad- son tan terriblemente feas, que mucho más ofenderían la vista del espectador si se quedaran de pie.
La ley del tabouret es sólo una pequeña muestra de la tremenda variedad de privilegios y derechos de que gozaba la alta nobleza. Era una dieta refinada y sutil con la que se alimentaba la vanidad, y el goce era más intenso porque todo se hacía públicamente.
En la Corte del presidente, parece que tienen derecho a tabouret aquellos ministros y directores Generales que han demostrado amor por el dinero de las arcas públicas con o sin publicidad por Carta de Naturaleza, por Decreto Ley, porque ya es tal el descaro de los que ocupan las sillas sin respaldos que ninguno cae en el desprestigio ni la crítica del Presidente, que es el primero en esquilmar las arcas públicas junto con sus acólitos seguidores, en su liderazgo
Será porque son a los ojos de los españoles tan feas sus actuaciones que, como las damas terriblemente feas de la Corte de Versalles, deben de estar sentados para que no se les vea demasiado y no ofendan la vista de los espectadores, dígase los españoles, sus súbditos y esclavos.