Seria pecar de ingenuos pensar que Rusia se cruzaría de brazos viendo cómo la revuelta de Maidán de 2014, en Kiev, auspiciada por el bloque euroatlántico, hacía caer un gobierno prorruso, se lanzaba en brazos de la UE y pedía la entrada en la OTAN. Sobre todo, pensando que la parte oriental el Donbás (Luganks y Donnetsk) y el sur de Ucrania, junto a Crimea, son de población mayoritaria rusa y que comparten lazos culturales y de lengua muy estrechos con Rusia. Además, en Crimea, Rusia tiene en Sebastopol una base militar para su armada desde donde tiene acceso al Mediterráneo. Una península de vital importancia para los intereses geoestratégicos de Rusia.
Obviar todo eso es no querer entender el conflicto de Ucrania. Un conflicto que en buena parte viene provocado desde el exterior. Una UE que ha actuado intentando que Ucrania se incorporara a su bloque económico; Estados Unidos que deseaba su entrada en la OTAN; Rusia que no piensa abandonar unos territorios que considera por historia suyos.
La respuesta rusa ocupando Crimea es una violación del derecho internacional, porque esta península formaba parte del Estado de Ucrania. Se debe recordar que la OTAN hizo lo mismo en Kosovo y EE UU en Iraq. Por tanto, parece, es de una enorme impudencia acusar a Rusia de violar la legalidad cuando EE UU lo ha hecho en innumerables ocasiones en el pasado reciente. Y de una ingenuidad absoluta pensar que Rusia se quedaría de brazos cruzados ante los ataques del ejército ucraniano para recuperar el Donbás; o de que EE. UU. enviara ayuda militar a esta región sin que Rusia respondiera.
Para Estados Unidos, Ucrania no es un área vital, pero es crucial para consolidar su liderazgo en el marco de la transición que vive el sistema global y para afirmar las alianzas y los vínculos con sus socios trasatlánticos, no sólo con miras a la seguridad europea, sino también en función de una eventual confrontación con China, al punto de plantear la destrucción de la economía rusa en retaliación por la invasión.
Su gobierno transmitió implacablemente advertencias sobre una posible invasión inminente por parte de Moscú, que finalmente se materializó, y declaró que estaba en juego nada menos que el orden internacional.
Pero Biden también ha dejado en claro que los estadounidenses no están dispuestos a combatir, aunque los rusos claramente lo están.
Además, descartó enviar fuerzas a Ucrania para rescatar a ciudadanos estadounidenses, si llegara el caso. De hecho, sacó del país tropas que estaban sirviendo como asesores y monitores militares.
Hay que recordar que Ucrania no está en el vecindario de EE. UU. ni se encuentra en su frontera. Tampoco alberga una base militar estadounidense. No tiene reservas estratégicas de petróleo y no es un socio comercial importante.
Para los aliados europeos, la situación es más compleja: por una serie de razones económicas, Ucrania, pero también Rusia, son cruciales para sus respectivas economías, tanto en términos de acceso a recursos energéticos como alimenticios y el intercambio comercial es mucho mayor con Moscú. Consecuentemente la disposición de impulsar sanciones más drásticas es más limitada, sin mencionar que, a pesar de las apariencias, la UE tampoco presenta un frente unido y consensuado en este tema. Pese a ello, la OTAN, ha reencontrado el rumbo de la misión perdida con la implosión de la URSS e impone una impronta que comienza a adquirir connotaciones claramente rusófobas.
Para Turquía, el otro coloso de la zona con peso geoestratégico, Rusia es el mayor proveedor de gas, con un 33 % del total importado. Dos gasoductos, el Bluestream y el Turkstream, cruzan el Mar Negro, el segundo inaugurado en 2020. Las posturas enfrentadas en Siria o Libia no han afectado el flujo energético, pero en caso de confrontación directa, un cierre de la espita rusa provocaría el colapso inmediato de Turquía, ya que el gas natural representa el 28 % del gasto energético turco y es dudoso que Azerbaiyán e Irán, segundo y tercer proveedor con un 21 y un 17 %, puedan cerrar la brecha. Además, la primera central nuclear turca, cuya apertura está prevista para 2023, la construye la empresa estatal rusa Rosatom.
Ninguno de estos actores se arriesga a una confrontación global con Rusia y deja a Ucrania – más allá de la retórica y el apoyo financiero, humanitario y armamentístico, librada a dar su propia batalla por la supervivencia–. Todo lo cual posiblemente se hubiera podido evitar de haberse cumplido los acuerdos de Minsk.
Para Moscú, Ucrania esconde intereses geopolíticos y económicos. La idea de que existan bases de la OTAN en el corazón de la cultura rusa es una línea roja para Putin. Después de que las repúblicas bálticas —Lituania, Letonia y Estonia— pasaran de la Unión Soviética a la órbita europea, una hipotética adhesión de Ucrania al bloque occidental dañaría la posición de Rusia en la zona y colocaría a Estados Unidos a las puertas de su frontera occidental. En ese sentido, una Ucrania hostil podría amenazar la supervivencia de Rusia
Pero la invasión de Ucrania marca también, debido a las sanciones económicas, un acercamiento más dramático de Moscú hacia China. Beijing, pese a moverse con cautela en relación a la invasión, ha cuestionado, junto con Rusia, las ambiciones y la expansión de la OTAN y, más importante aún, probablemente sea el mayor beneficiario de las presiones económicas occidentales al configurar en torno suyo una creciente alineación de actores relevantes que, gracias al impulso de la “globalización con características chinas”, contribuye a la consolidación de un espacio euroasiático con sus propias reglas e instituciones.
Es difícil apreciar en qué medida y con que alcances Beijing puede contrabalancear las sanciones económicas occidentales contra Rusia, pero es evidente que su actual estrategia se apoya sobre mecanismos financieros e instituciones como la Organización de Cooperación de Shanghai, la Unión Económica Euroasiática y la nueva Ruta de la Seda y perfila una creciente diferenciación entre Occidente y el ámbito euroasiático.
La economía desempeña otro papel trascendental en las relaciones entre Ucrania y Rusia. Moscú ha intentado reconstruir su influencia en el espacio postsoviético con diferentes proyectos de integración política y económica. Tras la caída de la Unión Soviética en 1991, surgieron la Comunidad de Estados Independientes y la Comunidad Económica Euroasiática, actual Unión Económica Euroasiática. Sin embargo, la creación de un bloque que rivalice con la Unión Europea resulta inviable sin la participación de Ucrania. Putin sabe que el éxito de una futura Unión Euroasiática depende de integrar a una de las economías más importantes de la antigua URSS. Con ello, Rusia no solo reconstruiría el mercado común soviético, sino que terminaría con cualquier posibilidad de adhesión ucraniana a la Unión Europea.
La crisis energética que vive Europa, además, ha acentuado la importancia de Ucrania, ya que Rusia es el principal proveedor de gas natural del continente, con un 40% de sus importaciones. Este suministro se realiza a través de los gasoductos que cruzan Ucrania. Gracias a ello, el Estado ucraniano cobra miles de millones de euros en peajes, pero este rol subordina el abastecimiento a las disputas políticas entre Kiev y Moscú. Para no depender de su vecino, el Kremlin estaba diversificando las rutas de suministro con nuevos gasoductos como el Nord Stream 2 y el TurkStream. Con estas infraestructuras, Rusia logra abastecer a Alemania y Turquía, sus dos clientes principales, sin cruzar la frontera ucraniana. En el caso del Nord Stream 2, Rusia conseguiría aislar a Ucrania, dejándola expuesta con menos relevancia geopolítica para Europa y sin gran parte de su poder de negociación con las dos partes.
La lógica de poder de Putin que desencadena la invasión de Ucrania, en el marco de la confrontación con Estados Unidos y la OTAN, choca con una lógica económica que puede tener otros ganadores después del eventual desenlace de la crisis ucraniana, pero también puede tener perdedores inesperados.