La existencia hoy en día de la desinformación es ya inevitable. En palabras de Daniel Inneranity, podemos hablar también de una sociedad de la desinformación y el desconocimiento. Pero hay que recordar que ha sido siempre así. A menudo me gusta recordar, dice LÓPEZ-BORRULL, en quien me baso para daros traslado de lo que afirma, que la desinformación era también lo que permitió desmantelar la Orden de los templarios, los pogromos contra los judíos e incluso la favorable operación Overlord, que permitió engañar a los nazis. Por lo tanto, cuidado que desinformación no aparece sólo cuando creemos que los resultados nos son perjudiciales, también cuando nos son favorables y son una herramienta táctica más al alcance del poder. Poder en términos no conspiranoicos, sino entendiendo que quienes ostentan el poder son también quien tiene la capacidad para poder crear y difundir rumores, ya sean desde los decretos reales (el poder de los documentos oficiales, lo que es verdad histórica), como desde los altavoces de los altares: el poder de seducir, formar y manipular las masas, y evidentemente la capacidad de desinformar; como desde los medios de comunicación digitales o las noticias difundidas en twits como las fake news en internet.
Se lee en el Diario «PUBLICO»: «La guerra no se libra únicamente en las calles desiertas de una Ucrania horrorizada. El grave conflicto abierto el pasado jueves 24 de febrero con los primeros bombardeos ha estado acompañado por un incesante flujo de informaciones falsas, amplificadas a través de las redes sociales e incluso difundidas por medios de comunicación. Las mentiras también juegan su partido.
Las campañas de desinformación están hoy activas en ambos bandos de esta contienda. «Es importante tener en cuenta que no siempre es evidente exactamente quién es responsable de publicar afirmaciones dudosas o potencialmente sin fundamento, lo que agrega una capa adicional de niebla a situaciones ya turbias», advertía hace pocos días el colectivo independiente Bellingcat, formado por investigadores y periodistas de un amplio número de países.
«La desinformación sobre el conflicto en Ucrania tiene un enfoque multiplataforma: declaraciones políticas, medios gubernamentales y opinadores con amplio seguimiento online; y, posteriormente o en paralelo, campañas de viralización en redes sociales», destaca el periodista y antropólogo Miquel Pellicer, director de Comunicación Digital de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), en un artículo publicado en su blog.
El experto sostiene que la desinformación «se produce por múltiples factores», entre los que figura «la cuestión vinculada con la propia propaganda política desarrollada por cada país», así como «el enorme seguimiento y cobertura que está teniendo este conflicto en las redes sociales», lo que provoca que «se disemina información manipulada y sin contrastar». Además, sostiene Pellicer, «la desinformación también es un negocio al que las empresas, los usuarios y las grandes tecnológicas se abonan».
Los análisis efectuados hasta ahora por organizaciones dedicadas a la verificación de información han confirmado la difusión de vídeos falsos, en los que se atribuían supuestos bombardeos por parte de aviones contra la ciudad ucraniana de Mariupol. La agencia EFE, a través de su servicio Efeverifica, determinó que se trataba de una grabación de una tormenta eléctrica.
En medio del horror y la incertidumbre se detectó otra información falsa: el sábado, tercer día de guerra, el Gobierno ucraniano aseguró que un misil ruso había impactado contra un edificio de Kiev. Sin embargo, datos sobre geolocalización verificados por distintos expertos apuntan a que se trataría de un misil de defensa aérea ucraniano S-300, «por lo que aún vale la pena mantener la mente abierta sobre qué munición fue responsable», apuntó Elliot Highins, director de Bellingcat.
La catarata de informaciones falsas acompaña así el transcurso de la guerra. «Con las tropas rusas atacando Ucrania, la desinformación cobra una nueva dimensión, enfocándose en justificar la invasión (una guerra contra un país nazificado) e intentando desmoronar las defensas psicológicas de los ucranianos», subraya Pellicer.»
En opinión de LÓPEZ-BORRULL, Alexandre, así pues, el monopolio de la desinformación, así como el ejercicio de la fuerza, son propios de quienes ostentan el poder. No tengo espacio en este artículo, dice, para extenderme mucho, pero sí quisiera hacer conocer y reconocer a quienes desde la vertiente histórica están haciendo estudios sobre la historia y las fake news porque, sin duda, es valioso darnos cuenta de que esto no aparece porque sí, y también para captar qué ha cambiado. Recomiendo dos libros en especial: Desinformación y guerra política, de Thomas Rid, ¡y Fake news! Bulos que cambiaron el curso de la historia, de María Correas y Enda Kenneally, donde se refuerza la idea de los poderosos usando el engaño como herramienta para alcanzar sus objetivos. Poco a poco a esta capacidad se han incorporado los medios de comunicación de masas, a los que, no casualmente, hemos llamado a menudo el cuarto poder.
Haciendo un poco de historia, a finales del siglo XX llega Internet. Recordemos que en aquel momento a veces de la netiquette nos llegaba también la promesa de la democratización de la información. A partir de entonces, los intereses comerciales desvirtuaron la idea inicial (el pastel era demasiado goloso) y las diversas burbujas puntocom fueron modelando la realidad, se impuso la idea de que estábamos (estamos) en la sociedad de la información y el conocimiento, donde tendríamos acceso libre y gratuito a todo y más. Pero de aquella avalancha infoxicadora y las primeras alfabetizaciones informacionales vino el aprendizaje de saber buscar información (¿recordamos el directorio Tierra y el motor Altavista?). Pero lo más relevante aún estaba por llegar. No hablábamos solo de tener acceso ilimitado a información, sino que se pasó de ser consumidores a creadores, llegaba el 2.0, es decir, la capacidad de crear y difundir contenidos. Y esto posibilita el éxito de las redes sociales y las campañas y manifestaciones globales. Por fin llegamos a ser, con más o menos acierto, nuestro propio medio de comunicación, podemos curar contenidos de otros, e incluso podemos obtener beneficio de todas las opciones, o monetizarlo, tal como ahora le llamamos.
Todas estas vueltas para explicar los cambios sociales e informacionales de la sociedad, porque de alguna forma ha empoderado la ciudadanía para autoorganizarse y autoinformarse. Pero en el lado oscuro, evidentemente, emergen las fake news. Autores como Brian McNair hablan de ello como un síntoma más de la crisis de las democracias liberales que se añade al descrédito de las élites, los medios de comunicación y las instituciones. En este caldo hay que añadir el aumento de los populismos de la extrema izquierda y extrema derecha y, ahora con la guerra en Ucrania, entre la información que proporciona cada contendiente que se extiende por todo el mundo pero excepcionalmente por Occidente, que toma postura y, por tanto participa en la creación de sus Fake news. Simona Levi en su libro Fakeyou: Fake news y desinformación lo enmarca también en un relato a partir del cual recortar libertades; en una visión intermedia, parte de lo que sucede es que el monopolio de la desinformación ya no lo tiene el poder exclusivamente. Y esto tiene efectos importantes. Del mismo modo que cuando ya no se tiene en exclusiva el monopolio de la fuerza se llevan a cabo revueltas y revoluciones. Hay días que parece que vivimos en una distopía a medio camino entre Vendetta y Black Mirror.
Sin duda, las redes sociales con su potencialidad para hacer llegar mensajes y contenidos a una comunidad ilimitada nos aportan una gran y una nueva responsabilidad añadida. Pero tampoco pensamos que viralizar un tuit a miles de usuarios es sencillo, por suerte. Añadamos a este hecho la capacidad tecnológica de hacer grandes productos de calidad con un simple teléfono inteligente. Todo ello implica, pues, que la batalla por el relato y la narrativa se vuelve mucho más compleja e incluso igualada. Uno de los aspectos que más me hace pensar en esta supuesta liberalización del monopolio de desinformar tiene dos vertientes. La primera, sobre si existe o no pretendidamente el derecho a desinformar.
Por lo tanto, libertad de expresión, sí, de opinión, también, pero si difundimos información, tenemos cobertura si esta es veraz. Y de eso se habla demasiado poco.
Pero la otra vertiente que me parece muy interesante debatir y reflexionar es alrededor de si el fin justifica las fake news, parafraseando la idea no literal pero extendida de los escritos de Maquiavelo. Lo menciono porque en nuestra relación con la verdad, sea el trozo que tengamos, o el que pretendamos tener, se intuye que a menudo ponemos una capa subjetiva que prioriza nuestras emociones. Sí, igual que las fake news toman como catalizador las apelaciones a emociones, como el miedo, para correr más rápido y llegar más lejos, la lucha de la narrativa puede emplear una noticia falsa o sesgada para ganar soportes. Es por ello por lo que los principales casos y estudios sobre desinformación se basan en sociedades fuertemente polarizadas en torno a un tema, ya sea Estados Unidos, Brasil, Reino Unido, España, Cataluña en su momento y la Guerra de Uctania y por Ucrania en la actualidad, donde el seguimiento de las contiendas electorales o conflictos van seguidos de estudios sobre las fake news, desde cada una de las dos orillas en juego, y cada una de las visiones, a menudo incompatible de una misma realidad.
Para remachar el clavo, quería mencionar por ejemplo el conflicto entre Israel y Palestina que lo tenemos más olvidado que el actual y lo vemos de manera más objetiva y rigurosa. Para los que hace muchos años que aquellas tierras nos fascinan, sorprenden y horrorizan, es muy difícil que no tengamos un comportamiento establecido. Hablando del nuevo poder de las redes sociales, en este caso se ha visto que, tal como muy bien explicaba Mikel Ayestaran a Emilio Doménech, posiblemente un vídeo de TikTok podría ser uno de los desencadenantes de algunas de las acometidas de los grupos de ultraderecha israelíes contra los palestinos del barrio viejo de Jerusalén. Pero en este caso, eso sí sucedió y fue la chispa para los enfrentamientos civiles. Ahora bien, y de nuevo, la desinformación comenzó a correr también paralela, como muy bien han recogido RTVE o Newtral. Es eso de que la realidad ya es bastante complicada como para que encima corra la desinformación. Cuando esto sucede en conflictos largos y globales donde la gente ya tiene una idea preconcebida y un posicionamiento, la polarización se hace más fuerte y se bajan los umbrales de la verificación y todo corre. Tal como lo explica Pablo Duer, hablamos de una guerra de narrativas. Y como en toda guerra, ya lo decía el político británico Arthur Ponsonby, la verdad es la primera víctima. Tenemos, pues, un nuevo ejemplo para estudiar como el mal uso de las redes sociales, tal como bien relata Sheera Frenkel.
En todo caso, y como conclusión, una reflexión que los movimientos sociales y políticos deben plantearse, porque los estados quizás no se la pueden permitir. Cuando hablamos del «todo vale» y del «y tú más», ¿Dónde queda la desinformación? ¿La incluimos? ¿El fin justifica difundir news que nos generan dudas, pero tira, tira, que, si no es cierto, no pasa nada? En aquella lógica activista que dice que lo queremos todo, ¿debemos incluir la desinformación? ¿La desinformación por parte de los estados se combate con más desinformación o más verdad y transparencia? ¿Deslegitima una lucha la existencia y difusión de mentiras y engaños para ganar apoyos? Sin duda, un debate ético de primer nivel en la idea de que mencionábamos de nuestra relación con la información (y la desinformación) y la verdad (y la mentira). Cualquier movimiento tendría que reflexionar sobre ello. Si es David contra Goliat, ¿la nueva honda de David son las fake news? París bien vale una misa, ¿pero una mentira? O puestos a jugar con citas manidas, ¿quién es libre de fake news para tirar el primer Tweet? Quizás es mejor acabar con preguntas sin tener las respuestas que no creer que se tiene toda la verdad.
Como corolario y resumen de todo lo dicho, vivimos, con el conflicto de Ucrania-Rusia, en realidades confusas. En mundos polarizados que alimentan el choque de relatos. Los intentos de manipulación no tienen límites geográficos ni un único origen. Pueden proceder de esfuerzos patrocinados por determinados Estados, o ser un instrumento de las estrategias de individuos o grupos motivados por promover una visión particular del mundo, por un interés económico o, simplemente, puede que no tengan más objetivo que la desestabilización a través de la disrupción y el caos. La postverdad actual ya no responde únicamente a un desafío ideológico. También puede que no pretenda confrontar modelos sino, simplemente, contribuir a la confusión. La mentira es ruido. La información distorsionada no siempre busca convencer, sino más bien enfatizar divisiones y erosionar los principios de confianza compartida que deberían cohesionar las sociedades. Las posibilidades de difusión e influencia que brindan las redes sociales y los ingresos por publicidad son solo una parte de la historia de la desinformación. Organizaciones, gobiernos y poderes establecidos deberían preguntarse también ¿por qué las noticias falsas encuentran una audiencia tan receptiva?»
Cita recomendada