No es solo económica sino política la crisis, porque las políticas que se están aplicando están fomentando una creciente desafección ciudadana hacia las instituciones europeas y nacionales y a las bases en que se apoya su legitimidad democrática, poniendo en cuestión el sentido mismo de la democracia; lo que, al menos parcialmente, explica el renacimiento de valores nacionalistas y localistas o de racismo y xenofobia frente a los valores de libertad, igualdad y fraternidad-solidaridad en que se basó el proyecto europeo.
Nadie ignora que la fraternidad hace parte del conocido lema de la Revolución Francesa: “libertad, igualdad y fraternidad”. De los tres elementos, el más precario fue el último. La historia puede ser paradójica; a veces, casualmente paradójica. Una singular idea de la fraternidad convirtió a la guillotina en el instrumento favorito para la pena de muerte durante la Revolución francesa. Antes de la guillotina, aplicar tal castigo implicaba métodos más atroces, con gran sufrimiento del condenado. Para ahorrarle agonía y tortura a los castigados, el doctor Guillotin, de la Asamblea francesa, convenció a sus correligionarios que decapitar a los reos era la manera más elegante y humanitaria de ejecutarlos. Más humanitario y elegante hubiera sido no matarlos, pero la revolución, dijo célebremente Mao Tse Tung, “no es una fiesta de gala”. Entre otras cosas, añadió: “no es hacer bordado”. La cultura china no desdeña la afilada ironía.
La larga crisis actual está contribuyendo a poner en cuestión las bases del contrato social como se conformó históricamente, pero su debilitamiento es anterior a ella y obedece a cambios de muy distinta naturaleza que es necesario tener en cuenta para conseguir su recreación.
Por ello, cabe recordar algunos de los principales rasgos del contrato social como pacto implícito entre capital, trabajo y Estado —el pacto keynesiano implícito— que supuso un equilibrio en el reparto de poderes, en el que se aceptaba el papel del capitalismo en la asignación de recursos —economía de mercado y derechos de propiedad privada— al tiempo que se reconocía la legitimidad y necesidad de la intervención del Estado —la economía social de mercado— su capacidad de regular los mercados y las decisiones de las empresas privadas, para garantizar principios como la igualdad o la solidaridad esenciales en la convivencia de las sociedades. Paralelamente, se ampliaban los derechos políticos de la democracia —el derecho al voto— a otros ámbitos de participación como el laboral —también en el ámbito de la empresa privada, reconociendo el papel de las organizaciones sindicales de clase, utilizo el concepto de clase no en su sentido decimonónico, relacionado con el de proletariado, sino como expresión de la centralidad del trabajo como ámbito de socialización y de cohesión social, como defensoras de intereses generales— y social mediante la participación de las organizaciones ciudadanas en la vida pública.
Debemos al fundamental Lucien Goldmann, autor de un iluminado libro sobre la Ilustración francesa, la sutil observación del conflicto entre libertad e igualdad. Uno se explica que excluya a la fraternidad, pues, si activó la guillotina, poca fraternidad sería. El estudioso habrá considerado de mayor provecho estudiar a los otros dos términos. Su conclusión es sorprendente: libertad e igualdad no siempre son compatibles. A veces, evocan el viejo ripio del agua y el aceite: se repelen. Al encendido héroe que se proclama dispuesto a luchar por la conquista de la libertad y la igualdad, el estudioso francés le diría: “Decídase: ¿por la igualdad o por la libertad?”
Dice lo mismo Isaiah Berlin al reflexionar que los valores no existen de modo absoluto y no son independientes entre sí. Debemos a la cultura latina una frase que la misma cultura latina desmiente: Dura lex sed lex. Porque si algo distingue a la cultura mediterránea es la existencia de la misericordia y del perdón. No existe solo el concepto de justicia como un tótem monolítico e insuperable; existen los lazos comunitarios, los lazos familiares, las consideraciones personales. Al final de un terremoto devastador en un país latinoamericano, el juez de la provincia se presentó a la cárcel, y encontró a los reos sobrevivientes agrupados en el patio del penitenciario. “¿Qué hacemos, señor juez?”, le preguntaron, todavía blanco el rostro por el pánico y el polvo. “¡Váyanse a la mierda!” sentenció ese Salomón latino, sabedor que un concepto rígido de la justicia era inaplicable en ese caso. Los valores morales son humanos, pero si se vuelven absolutos, dejan de ser humanos.
Esto nos regresa a la paradoja de Goldmann: libertad e igualdad han sido valores indiscutibles por mucho tiempo. Pero una libertad total no se puede proponer: la total libertad para los lobos significa la muerte de las ovejas. Una total libertad de los más poderosos no es compatible con el derecho de los más débiles a una vida decente. Un famoso delincuente, llamado “Tacifiro”, gozaba de la libertad de apuñalar a quien se le atravesara en el camino por el placer de escuchar las vestiduras rasgadas por la hoja del cuchillo. Naturalmente, se le quitó esa libertad absoluta. Hace no mucho, los dirigentes de un gran banco gozaban de la total libertad de inducir a sus clientes más ancianos a firmar acciones que dejaban en la calle a esos clientes. ¿Se les podía dejar en libertad total?
El razonamiento de Berlin se desplaza, entonces, al concepto de igualdad. La igualdad, dice, puede significar la limitación de la libertad de los que pretenden dominar una sociedad. A veces, es necesario poner límites a la libertad para dar espacio al bienestar social, para dar de comer al hambriento, para vestir al desnudo, para dar un techo a los desamparados, para consentir a los otros ser libres, para no obstaculizar la justicia y la equidad. Lo apunta Berlin, con un aforismo: “Mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Me puede gustar oír la música a todo volumen, pero si hay un anciano enfermo en la casa vecina, ¿puedo alegar el principio de libertad absoluta para molestar a ese enfermo?
Es el mismo principio que guía a la frase: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. El amor por los demás no puede ser absoluto, no pasa por la vía de mi mortificación. Y el amor por mí mismo no pasa por la vía de la mortificación de los demás. La obligación de seguir valores morales absolutos conduce al totalitarismo y a la dictadura. Si mi finalidad es crear un mundo perfecto, advierte Berlin con preocupación, ningún precio será demasiado alto para alcanzarlo. De ese modo, hemos asistido a la deplorable inmolación de seres humanos en los altares de frías abstracciones: Nación, Partido, Clase, Progreso, Humanidad, las Fuerzas de la Historia.
La escasamente prestigiosa alternativa al absoluto y a la abstracción es el compromiso, basado en un principio fundamental: lo primero es evitar el sufrimiento. Podemos asumirnos el riesgo de acciones drásticas, una revolución contra los tiranos, por ejemplo, sin olvidar que podemos equivocarnos, que un exceso de seguridad en nuestras ideas puede provocar el sufrimiento de inocentes. Por tanto, negociar, negociar todo: reglas, valores y principios tienen que someterse a concesiones recíprocas. Ciertamente, no es la respuesta que querrían los jóvenes idealistas, no es la bandera por la cual estarían dispuestos a sufrir y morir en nombre de una sociedad nueva y noble. ¡Tantos jóvenes han comenzado por abrazar, con pasión cívica, banderas de justicia y libertad y han terminado al mando de un pelotón de fusilamiento!
En situaciones extremas, una cuestión que no se debe olvidar es tratar de comprender la situación en la que estamos viviendo. La decisión se toma según la cultura de la sociedad a la que pertenecemos, sabiendo que es una cultura como cualquier otra, con valores que forman parte del patrimonio común de la humanidad. Naturalmente, hay cuestiones irrenunciables. Nadie estaría dispuesto hoy a defender la esclavitud o el sacrificio humano ritual; nadie defendería las cámaras de gas nazis; nadie defendería la tortura de los seres humanos en nombre del placer, del lucro o ni siquiera del bien político; nadie propondría que los hijos denunciaran a los padres por crímenes políticos, como ha sucedido en las dictaduras.
Con una modestia autorizada por la edad avanzada y la sabiduría acumulada, Berlin constata algo que podría parecer banal: podemos hacer solo aquello que nuestras modestas fuerzas nos permiten: pero esto lo tenemos que hacer, contra viento y marea.
Los conflictos pueden ser resueltos promoviendo y conservando un delicado equilibrio entre libertad e igualdad, equilibrio constantemente amenazado y que requiere ajustes constantes. Tal es la única condición para la existencia de sociedades decorosas y para un comportamiento moral aceptable. Se puede criticar que tal solución es algo insípida y poco atractiva. Como dijo el filósofo norteamericano Lewis: “No existe una razón a priori para suponer que la verdad, cuando sea descubierta, resultará necesariamente interesante”. Basta que sea la verdad.
El anciano y sabio discurso de Isaiah Berlin proviene de quien ha estudiado profundamente el siglo XX y se proyecta con claridad hacia el siglo XXI. En el tercer decenio de este siglo, podemos observar las ruinas del pasado, sobre todo las ruinas producidas por los fanáticos de toda ideología: poseídos por el demonio de lo absoluto, y por la invencible convicción de que estaban de la parte justa, sembraron el terror, los exterminios de masa, las deportaciones, los campos de concentración, los desaparecidos, los genocidios, los sistemas económicos generadores de hambre y miseria. ¿Se implantó, en algún lado del Planeta la Verdad, el Bien o la Felicidad? Berlin parecería decirnos que, siendo el ser humano imperfecto y condicionado por su cultura y por su momento histórico, bien haría en abandonar las aspiraciones de totalidad, para razonablemente negociar con sus compañeros de viaje, seres humanos con seres humanos, naciones con naciones, culturas con culturas, un sereno vivir en común, mientras pasa el viaje, mientras llegamos a la desconocida orilla que nos está esperando desde que nacimos.