Escribe Dante Liano, otra vez en su blog, allá por 2015, que la invencible obsesión de iniciar una empresa imposible, con la precisa certeza de la derrota, pareciera ser uno de los destinos de los Hispano americanos que, personalmente, lo podemos trasladar a los últimos tiempos de los españoles de los dos últimos siglos con el paréntesis de la época de Franco y los cuarenta años siguientes, a posteriori de la transición, con lagunas socialistas como la de la presidencia de Zapatero y de Pedro Sánchez, ahora desgobernando, que no tienen más objetivo que destruir la conciliación de los españoles. Don Quijote no fue el primero; fue solo la figuración literaria. El adjetivo «quijotesco» encuentra una palabra para una actitud que estaba en El Cid, en los sabios que llevaron el álgebra y Aristóteles a Toledo, en Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en el noble y estoico Cuauhtémoc, que no estaba en un lecho de rosas, en el recio Caupolicán, toqui mapuche (y un posible sobrino de Colo-Colo) que lideró la resistencia de su pueblo contra los conquistadores españoles que llegaron al actual Chile durante el siglo XVI, que no emitió un gemido en la tortura, en Pedrarias Dávila que por hallar El Dorado escaló los Andes a los 70 años, en el mismo Cervantes, que a los 57 se empeñó en publicar una novela contra el desdén, si no la hostilidad, del poder literario de la época.
Turguéniev, miembro correspondiente de la Academia Imperial de Ciencias en la categoría de lengua y literatura rusas (1860), doctor honorífico de la Universidad de Oxford (1879) y miembro honorífico de la Universidad Imperial de Moscú (1880), que participa de la locura eslava por Cervantes, conjetura una argumentación admirada: nuestra simpatía por Don Quijote se basa exactamente en su locura. Cada aventura que inicia termina con una descomunal paliza (habría que averiguar por qué la lengua castellana atribuye a las palizas el casi obligatorio y majestuoso adjetivo de «soberanas»). Después de algunas cuantas, Don Quijote sabe que será siempre así. Y, no obstante, insiste. Los molinos son gigantes, el bacín del barbero es el Yelmo de Mambrino, (Cervantes, en su novela Don Quijote de la Mancha, habla de un barbero que estando desarropado bajo la lluvia se protege utilizando como sombrero su bacía, una vasija generalmente de metal brillante con una escotadura por donde se metía la barba al afeitado y que se ha estado usando hasta tiempos recientes. Don Quijote insiste entonces en que ese cuenco es el yelmo encantado del rey moro y finalmente se lo sustrae, pues desea obtenerlo con el fin de hacerse invulnerable. Es esa una de las escasas aventuras en las que el hidalgo sale con buen fin. Al ceñirse este adminículo de barbero, tan poco caballeresco, la figura del caballero acrecentaba su aspecto ridículo, que se ha hecho corriente en sus representaciones gráficas), la venta es un castillo, Aldonza Lorenzo es Dulcinea, Maritornes, una honesta dama. Esa vocación de imposible sigue una ley del espíritu, la ley que ha convertido a Don Alonso Quijano el bueno en Don Quijote de la Mancha: en la vida, para que la vida adquiera sentido, es necesario tener un objetivo.
Es necesario tener un objetivo y lanzarse a obtenerlo, no importa si el objetivo parece una quimera, no importa si el objetivo parece un error, no importa si el resultado repetido es un estruendoso fracaso. Una y otra vez, una y otra vez, Don Quijote arremete lanza en ristre y espada al cinto, montando al esquelético Rocinante y sus repetidas derrotas hacen aumentar nuestra simpatía, por el solo hecho de que nos representa, de que nuestra vida mortalmente se parece a la suya. Bartolomé de las Casas propuso conquistar con suaves palabras evangélicas a los indomables mayas de Tezulutlán. Se le rieron en la cara. En poco tiempo de conversación, Las Casas logró lo que espadas, arcabuces y cañones no pudieron. ¡Gran poder de los sueños y de la resolución por cumplirlos! Turguéniev lo resume con léxico militar: «Tomar las armas y combatir». Propongo una variante modestamente escolar: «Tomar los libros y estudiar».
Este tipo de frases hechas pueden variarse hasta el infinito: “Tomar la escoba y barrer”, “Tomar la botella y beber”, “Tomar la bicicleta y pedalear”. No importa cuán chusca pueda ser la variante, queda el espíritu de lo dicho: proponerse una meta y luchar con fuerza para llegar a ella. En momentos críticos, puede ser la sobrevivencia. Víctor Frankl, de su experiencia en los campos de concentración, sobrevivió desde 1942 hasta 1945 en varios campos de concentración nazis, incluidos Auschwitz y Dachau, dedujo una conclusión y una teoría psicológica: para superar las pruebas más duras de la vida, se necesita tener un objetivo, una razón, un ideal. Toda la teoría creada por ese psicólogo austriaco descansa en la convicción de que los seres humanos necesitan una idea que los conduzca a través de las innumerables pruebas de la existencia. La vida, para ser vida, debe tener sentido. En términos literarios, Frankl nos propone ser como Don Quijote, que mientras creyó en sus ideales, vivió intensamente, no obstante la edad (“frisaba los cincuenta”, cuando inició sus aventuras). Y cuando recuperó la razón, perdió el sentido. Y al perder el sentido, murió.
Hagamos de España nuestro objetivo y la construiremos «una, gande y libre», expresión que tanto tiene que ver con la España del siglo XX, que sustituyó al lema de Fernando e Isabel de «Tanto monta», situado en una banda alrededor del cuello del águila. y que no nos desanimen las posibles derrotas: lo volveremos a intentar.