Deciamos hace unos meses, varios, que desde que el Estado constitucional hizo su aparición histórica, desde las Revoluciones francesa y americana de finales del siglo XVIII, domina el dogma democrático, cuyo nombre sólo merece aquella Constitución que procede de la voluntad del pueblo y en la que el pueblo dispone sobre la potencia originaria e indisponible de erigir una Constitución, determinar su contenido y su vigencia, defenderla o anularla. Esta potencia es del poder constituyente, y sólo él se considera como el verdadero actor constitucional.
El pueblo ocupa aquí el lugar que en la Edad Media se reconocía a Dios, como origen del ordenamiento político, no como su criatura, como productor del Derecho, pero no como su súbdito. La justificación teónoma cede a la democrática, porque el Estado se entiende sólo como una institución secular, y debe encontrar e identificar su sentido en el horizonte del más acá. La secularidad no conduce sin más a la lucidez, a la transparencia o a la racionalidad. Con su traslado de la trascendencia a la inmanencia, el Ser superior no se muestra todavía evidente y comprensible. El pueblo no es desde el principio un sujeto jurídico con capacidad de obrar. Como dimensión supra-individual debe primero encontrar su unidad, su capacidad de obrar y la conciencia de sí mismo. En un primer momento su identidad es oscura; necesita de una ulterior iluminación. Su voluntad es difusa; depende de un mediador y de un indicador. Como en su momento lo hizo la resolución divina, ahora la voluntad del pueblo se muestra como inescrutable y misteriosa, no necesitada de justificación e incapaz de cualquier explicación. Como fenómeno histórico y terreno, el “pueblo” se ofrece como mistificación. Se le atribuyen atributos teológicos: primum principium, immotum movens, norma normans, genitum, non factum, creatio ex nihilo. La soberanía del pueblo se presenta en una expresión lingüística de Rom. 13: “non est enim potestas nisi a Deo; quae autem sunt, a Deo ordinatae sunt”.
El dogma del poder constituyente del pueblo se ha afirmado con el principio democrático. Se muestra como consecuencia de la soberanía popular: ya que todo poder deriva del pueblo, su manifestación más noble —el poder constituyente— se funda en el pueblo. La historia muestra como en la doctrina del poder constituyente la teoría de la soberanía popular “creó su fórmula programática más concluyente, de la cual se extrajeron las consecuencias últimas y más pujantes”. Sobre todo, la categoría del poder constituyente está impregnada del principio democrático en el que a su vez se funda. Es como su código genético. La fórmula “poder constituyente del pueblo” es un pleonasmo latente. Claro está que hay intentos de separar el poder constituyente de la soberanía popular. En el siglo XIX se produjeron esfuerzos para vincularla al principio monárquico. El soberano monárquico la demandaba total o en parte para sí. El experimento de una transposición se acabó con el final de la monarquía constitucional. En el siglo XX las dictaduras militares y los despotismos de partidos socialistas invocaron al pueblo como el autor último de las Leyes constitucionales que se imponían autoritariamente sobre el mismo. La reverencia semántica muestra el poder de la idea democrática. En la medida en la que ésta es suficiente, no se da ninguna otra aceptación para el fundamento de una Constitución más que la de la voluntad del pueblo.
Pero una Constitución no es definitiva. La nación puede en cualquier momento modificarla o abolirla. En el proyecto de Siéyès para una Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, el último artículo afirma: “un pueblo ostenta el derecho permanente de renovar y confrontar su constitución. Sería incluso bueno que se determinasen los momentos en los que esta revisión, sea cual sea la razón, deba tener lugar”. La Constitución jacobina de 1793 se formulará bajo la influencia de Siéyès: “Un pueblo tiene el derecho de modificar a mejorar su Constitución. Una generación no puede someter a las generaciones futuras a sus leyes”.
La Constitución ni crea ni funda la nación, sino sólo a su gobierno y a su legislativo. Estos deben organizarse y dotarse de competencias, y ser restringidos por obligaciones jurídicas. Ellos y sólo ellos son tema de la Constitución y receptores de su vinculación jurídica. De este modo, diferencias fundamentales se hacen visibles entre la nación y su Constitución, así como entre el poder constituyente, que precede a la Consitución (pouvoir constituant), y los poderes constituidos, que parten de ella y a la que están sometidos (pouvoirs constitués). Siéyès hace esta distinción de una manera clara y nítida: los poderes comprendidos en el poder del Estado están sometidos en su conjunto a leyes, reglas y formas, sobre cuya modificación no pueden disponer. De la misma manera que tampoco podrían ellos mismos producirla, tampoco podrían modificar la Constitución, y aún menos la Constitución de otros.
Una Constitución vieja se parece de alguna manera a una antigua religión, cuyo fundador se aleja en una distancia mítica o histórica, pero al que siempre acaba invocándose. Si ya no puede justificarse a través de su carisma, queda su legitimación en la tradición, en la que pervive de una forma auténtica. Así la vida constitucional busca a través del recurso al legislador asegurarse su fundamento histórico y, con éste, su legitimidad permanente.
El pueblo se convierte en un icono político. Como a tal le corresponde la función de transmitir el recuerdo del origen y mantenerlo despierto y en continuo retorno, sin que sea importante si o cuanto se asemeje la copia al molde. Contribuye a atribuir a la Constitución aquella legitimidad de la cual ahora se encuentra necesitada. Y no es la legitimidad de su comienzo, sino la de su vigencia continuada. Así actúa la historia del origen como fuente de la legitimidad. El resultado histórico, más en concreto, la imagen que de él se hace la realidad de donde procede la Constitución, enseña porqué se ha llegado a la vigencia, y explica por qué todavía está vigente. Con ello también se persigue el que la generación actual asuma la herencia constitucional anterior y la haga propia.
En primer lugar, el recurso al pueblo sirve para justificar el origen de la Constitución, y posteriormente, para justificar la Constitución desde su origen. La legitimidad carismática se verá sustituida a través de la tradicional. Una calificación tal de acuerdo con la tipología de Max Weber puede sorprender a primera vista, porque el Estado constitucional propiamente dicho sirve como prototipo de la legitimidad racional, como autoridad legal fundada, que descansa en la creencia en los ordenamientos reglamentados y en las instrucciones para los llamados al ejercicio de la autoridad. Aunque la doctrina del poder constituyente se aplica sólo cuando termina la legitimidad racional, cuando se plantea la cuestión sobre el primer constituyente, que a su vez todavía no puede apoyarse en un orden reglamentado. La Constitución se deriva de la voluntad popular y se construye sobre la tradición en la que ésta pervive. Se mantiene vigente porque procede de la única fuente legítima. El acto fundacional que funda la tradición apoya la legitimidad en la permanencia.
Aun cuando la historia del origen expresa efectos legitimadores permanentes, la decisión se centra en si una Constitución se mantiene jurídicamente vigente, en si puede pretender tener una legitimación, y en donde radica su fundamento de validez, y no compete al historiador ni tampoco al historiador constitucional, que de acuerdo con su ciencia se esfuerzan en conocer como algo “fue realmente”. Pero aquí no se trata exactamente de esto, sino de la función legitimadora de la historia para el sí y el porqué de la vigencia de la Constitución. El juicio sobre esta cuestión no es un mero conocimiento histórico, sino que entra más bien en el ámbito de la historia política.
El teorema del poder constituyente permanece ambivalente. Aquello que tiene el poder para conservar también tiene el poder para destruir. La dispensa de cualquier vinculación jurídica al pueblo puede impedir el afianzamiento del derecho e introducir “la insurrección permanente”. El recurso al origen puede servir para destruir la aceptación, y especialmente a través de la afirmación político-histórica de que la Constitución vigente no se deriva de la voluntad del pueblo y de que no se dictó en condiciones democráticas, porque faltó la libertad decisoria o se careció de un determinado procedimiento. Una tal teoría del nacimiento defectuoso corroe la legitimidad tradicional. Supone su inversión, una táctica deslegitimadora. También consiste en algo similar el enfrentar una realidad decaída con el ideal de un origen sano y con él proclamar el retorno a este origen (histórico-políticamente incoado). Una involución tal está contenida en la etimología de “revolución”, de forma similar al de “reforma”. Las concepciones político-históricas tienen poder sobre la actualidad. También un monumento constitucional del pueblo es capaz de ponerse en movimiento como la estatua del convidado de piedra en “Don Giovanni”, y llevar a la muerte al aparentemente bien asegurado ordenamiento constitucional.
La Constitución no se manifiesta aquí como el ordenamiento básico del Estado, sino como medio de integración, dirigido a establecer la unidad estatal y expresarla. La unidad no es algo que se dé por supuesto. Debe ser continuamente establecida en un proceso permanente. El Derecho Constitucional entra en una relación de intercambio tanto con la vida estatal como social. La diferencia entre ser y deber ser, que guía el pensamiento normativo, palidece. La pretensión de vigencia jurídica de la Constitución es ahora menos significativa que su eficacia efectiva; y en este sentido, debemos apelar al mandato constitucional que no es otro mandato que el del pueblo:
El art 8 CE es un mandato directo que dio el pueblo español a sus Militares, y dice así:
_Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. _
*»Mandato directo”, * quiere decir que para dar cumplimiento a lo que dice el art 8 CE, las FF AA no necesitan autorización o permiso de ninguno de los Tres Poderes del Estado. Basta la constancia de peligro real para la soberanía e independencia de España, o para su integridad territorial, para que el Jefe de las Fuerzas Armadas (en este caso, el Rey), con la colaboración del Jefe de Estado Mayor de la Defensa (JEMAD), puedan adoptar cuantas medidas consideren pertinentes en orden a garantizar la plena soberanía e independencia de España, o de su integridad territorial, sin tener que depender de lo que diga la guarrilla (y delincuente) ministra de Defensa, ni del Gobierno, ni del Parlamento, ni de nadie.
O sea que a las FF AA ya le han dado muchos motivos para tener que intervenir, pero no lo han hecho porque hay un problema apellidado BORBON. La decisión popular tiene un alto valor simbólico para la izquierda, en particular para los ideólogos socialistas, que están seguros de tener al pueblo de su lado, aunque no siempre en su voluntad empírica basada en la práctica, experiencia y en la observación de los hechos, sí en la que afirman como la suya “verdadera”.
Apelamos como militares a la decisión que tomó el pueblo en su día en 1978 para una intervención armada, en virtud del art.º 8 de la actual y vigente Constitución.
Artículo basado en el trabajo científico de JOSEF ISENSEE titulado «El pueblo fundamento de la Constitución», Das Volk als Grund der Verfassung, traducido por José Carlos CANO MONTEJANO, Dr. en Derecho por la Facultad de Derecho de la UCM, con mención europea, discípulo en Alemania del
Prof. Isensee.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.