La lentitud de la Justicia –o, más exactamente, la tardanza de sus administradores en la resolución de los asuntos judiciales– es una enfermedad social endémica a la que nos tienen ya acostumbrados y asumimos con resignación y sin ira.
Pero basta con repasar la Constitución para verificar las anomalías de la ejemplaridad postergada. Nuestra Carta Magna, en su parte dogmática, afirma que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna entre los valores superiores de su ordenamiento jurídico la Justicia (art. 1.1.); y también que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, y que se garantiza el principio de la seguridad jurídica (art. 9.1 y 3). Por último, y únicamente para recordar lo que ya sabemos, al tratar de los derechos fundamentales y las libertades públicas, dispone que todos tenemos derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas (art. 24.2). Es verdad que se resuelven a diario, con un cierto mecanicismo, cientos de contenciosos de las jurisdicciones ordinarias; si bien estos no afectan a derechos fundamentales ni son considerados como provocadores de alarma social.
En lo que hace a cuestiones sobre las que se reflexiona habitualmente –el ejercicio del derecho a las libertades de opinión y de información en las resoluciones de los tribunales–, es oportuno referenciar el tiempo que la Justicia “tarda en hacer justicia” cuando están en juego derechos fundamentales; de una parte, los propios de las libertades citadas que afectan a toda la sociedad y, de otra, los derechos particulares de la personalidad, bien sea el honor, la intimidad o la propia imagen.
Antes, y por obvias razones de comprensión, hay que reseñar que la propia Constitución, al referirse a las garantías de las libertades y derechos fundamentales, determina que se podrá recabar su tutela ante los tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los “principios de preferencia y sumariedad” (art. 53.2). Principios que traducidos al lenguaje vulgar vienen a significar rapidez y precisión en la resolución de los casos judiciales. Al efecto, el día anterior a promulgarse la Constitución fue aprobada la Ley 62/1978, de 26 de diciembre, de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona, que daba cobertura al cumplimiento de susodichos principios, y que se diluiría más tarde, a partir de 1998, en las correspondientes leyes procesales de las distintas jurisdicciones.
Para constatar el tiempo de tramitación de asuntos civiles en los que se enfrentan derechos fundamentales –honor, intimidad e imagen / libertades de opinión o de información–, se referencian seis de las últimas sentencias dictadas en 2014 por el Tribunal Supremo (TS), con indicación del año en que se ocasionó el conflicto, y consiguientemente la demanda reivindicativa, y las fechas de las distintas sentencias del Juzgado de Primera Instancia, Audiencia Provincial y TS –Sala de lo Civil–. Son las siguientes:
a) STS 497/2014, de 6 de octubre, que trae causa de un conflicto sobre el honor entre periodistas originado en el programa de TVE “59 Segundos” (2007), pronunciándose la primera sentencia en 2010, la segunda en 2011 y la tercera del Supremo en 2014
b) STS 482/2014, de 24 de septiembre, sobre conflicto de derechos al honor y propia imagen / libertad de información – Antena 3 TV (2007), dictándose sentencia por el juzgado de instancia en 2010, por la Audiencia en 2011 y la tercera del TS en 2014
c) STS 478/2014, de 2 de octubre, relativa al conflicto entre intimidad e imagen / libertad de expresión – diario El Mundo (2007), siendo la primera sentencia en 2011, la segunda en 2012 y la última del TS en 2014
d) STS 436/2014, de 28 de julio, de reclamación de derechos al honor y a la intimidad / opinión – canal Cuatro (2008), dictándose la primera en 2009, la Audiencia en 2011 y el TS en 2014
e) STS 421/2014, de 23 de julio,
dimanante de autos sobre honor / opinión – diario Última Hora (2009),
el juzgado de instancia pronunció su sentencia en 2011, la Audiencia en 2012 y el Supremo en 2014
f) STS 418/2014, de 21 de julio, que trae causa de la reclamación formulada por lesión al honor e intimidad / libertad de opinión – TVE (2006), dictándose la sentencia de instancia en 2011, la segunda de la Audiencia en 2012 y la tercera del TS en 2014
De lo anterior puede deducirse que el tiempo medio que tarda en resolverse, en la jurisdicción ordinaria, una reclamación en la que se dilucida honor y el ejercicio de las libertades de comunicación es de seis-siete años, periodo que deja sin efecto el sentido y oportunidad de la reclamación.
En los litigios sobre derechos fundamentales, cualquiera de las partes disconforme con la resolución del TS puede recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional (TC). De las diez que dictó en el año 2015 sobre cuestiones relacionadas con la comunicación, tres se refieren a derechos de la personalidad y libertades de expresión e información:
a) STC 7/2014, de 24 de enero, que trae causa de sendas sentencias del TS de 30 de noviembre de 2011 y 19 de abril de 2012, sobre hechos acaecidos en los meses de octubre y noviembre de 2006, siendo idénticas las partes intervinientes
b) STC 19/2014, de 10 de febrero, contra la STS de 25 de febrero de 2011, sobre hechos sucedidos en junio de 2005
c) STC 79/2014, de 28 de mayo, contra la STS de 26 de enero de 2010, sobre difusión de opiniones a través de una emisora de radio durante los meses de junio, julio y noviembre de 2005.
La media de tiempo que ocupa el Constitucional en resolver un recurso de amparo es de dos-tres años
Por último, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) es competente para resolver las reclamaciones que se formulen contra sentencias del TC en materia de derechos humanos. También, y a modo de ejemplo, se referencia aquí una de las más importantes del Tribunal de Estrasburgo, la dictada el 23 de abril de 1992 en el caso “Castells vs. España”, que estima la reclamación del entonces senador Miguel C. contra la sentencia del TC de 10 de abril de 1985, que a su vez resolvió negativamente el amparo contra la STS de 31 de octubre de 1983. Los hechos origen del conflicto proceden de un artículo publicado por Castells en junio de 1979. Cuatro años tardó el TS en resolver, dos el TC y siete el TEDH. Es decir, 13 años hubo de esperar el senador, aforado, que había sido acusado de injurias graves al Gobierno y a funcionarios del Estado, para que un Tribunal, el europeo, le reconociera su derecho a la libertad de expresión.
Como sabemos, la sanción judicial (condena) no es únicamente la reparación de un bien jurídico lesionado, que, en el ámbito litigioso privado, de los derechos fundamentales de la persona y su derecho a estar informada, tiene constitucionalmente el amparo de un procedimiento rápido y preciso. También están los contenciosos públicos en los que la pena no solo tiene la misión de resarcir el bien vulnerado, sino “la ejemplaridad social”. Son los delitos públicos por razón de la materia, o de la persona, o por ambas conjuntamente, caracterizados como tráfico ilegal de dinero público, del erario, para beneficio privado o partidista, y que conocemos bajo el término de “corrupción”, que conlleva la defraudación pecuniaria y, asimismo, la degradación pública y política.
Suele afirmarse, con gracia y donosura, que “la Justicia es lenta, pero tritura piedras”, y está bien como justificación paranoica de la lentitud. La Justicia lenta no es Justicia, se convierte en un puro trámite administrativo sedentario para el justiciable sin ejemplaridad social alguna.
La Justicia, además de justa -siguiendo al jurisconsulto Ulpiano, “dar a cada uno lo suyo” (suum cuique tribuere)-, también debe ser eficaz, transparente y accesible. Los casos que producen alarma pública, y precisan por ello una edificante ejemplaridad social, se tramitan de forma lenta, opaca, cuando no turbia, y de costosa accesibilidad. La colonización y el acoplamiento personal están convirtiendo la realización de la Justicia en una suerte de lotería que se dilucida a veces en un supremo tribunal elegido previamente por los posibles encausados.
Para que la democracia funcione es preciso que, al menos, dos principios sean reales y eficaces: separación e independencia entre los poderes del Estado, sin interferencias o subterfugios perturbadores que hagan primar al Ejecutivo sobre los otros dos, y existencia de los instrumentos precisos para que los derechos fundamentales y libertades públicas que conforman su esencia sean eficaces. Las instituciones no deben quedar reducidas a meros organismos circunstanciales y retóricos para solaz de paniaguados.
En la actualidad, la Justicia, que tiene su tiempo y su perentoria necesidad, es lenta y, consecuentemente, ineficaz en la mayoría de las ocasiones. En los casos privados, que los justiciables solicitan con urgencia, el largo tiempo de espera diluye el resultado. En los públicos, que provocan alarma general y pecuniaria, su extensión temporal induce la “sentencia social” antes que la verdad judicial, cuando no condiciona la primera a la segunda y aparece como operativo la justificación de las “dilaciones indebidas”.
Volviendo al principio, y según dice la Constitución, España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna la Justicia como uno de los valores superiores de su ordenamiento jurídico; la sujeción de los ciudadanos y los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico; que garantiza la seguridad jurídica; y la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos; el derecho a un proceso público sin dilación indebida y con todas las garantías, y la independencia de jueces y magistrados. ¿Y qué ocurre cuando lo anterior se convierte en mera literatura política?
La levadura que hace germinar la democracia es el Derecho, la realización de la Justicia, el cumplimiento de la Constitución y el ordenamiento jurídico. Pueden funcionar mal el Ejecutivo y el Legislativo, pero si no lo hace correctamente el Judicial, no hay democracia por más que los tenderos ambulantes nos cuenten historias de auto supervivencia. No hace muchos años, un magistrado-juez de instrucción de Madrid declaró: “Un país sin Justicia es un país donde se vota, pero no es una democracia”. Por algo se empieza a perder el miedo.
Apoyado en Teodoro González Ballesteros,
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