Dice la leyenda que cuando el Rey Carlos I quiso que el Conde Olivares le presentase a su novia para saludarla, este le dijo “Alteza, verdes las han segado”.
Aprovechando que es el mes de diciembre y que estamos a primeros del mismo, diré que el 1 de diciembre de 1551, el emperador Carlos V contestó a los señores alemanes que verde las han segado. ¿Por? Porque le pidieron la libertad del Landgrave —un noble, vamos— Juan Federico de Sajonia, que se la había liado parda años atrás con el asunto de Lutero y tal —por resumir—; y al que se enfrentó en la celebérrima Batalla de Mülhberg, que acabó con Juan Federico apresado y salvando la vida, porque si hubiera sido por unos cuantos de los que rodearon aquel día al emperador, o sea, aquel 24 de abril de 1547, bien lacito en la cabeza y a pegarse un buen baile en el aire hasta asfixiarse, bien un tajo en el cuello, con garbó y olé, y se acabó la tontería. Pero al emperador le interesaba más el Landgrave vivo que muerto, así que lo que hizo fue ponerle tras unos barrotes, y así llevaba el colega desde 1547.
Lo curioso del caso es que, estando como estaba por entonces en Innsbruck —ahora Austria, por entonces Sacro Imperio Romano Germánico—, la petición de libertad le llegó ese mismo 1 de diciembre e iba firmada por un primo de Juan Federico que había sido aliado suyo en la de Mühlberg y que era más luterano que Lutero, como era el duque Mauricio de Sajonia, al que acompañaron en la petición el mismo rey de romanos —o sea, el hermano del emperador, Fernando—, el duque de Baviera, el rey de Dinamarca, el duque de Luneburg y el conde Palatino; y horas más tarde les levantó el dedo corazón y les dijo que se subieran y bailaran encima de él. Que vale ya de tanta tontería. Y fin de la historia.
Luego, meses después, Mauricio —que había sido aliado suyo, más por interés que por otra cosa—, liberaría a su primo y se la liaría floja al emperador. Pero floja, floja. La peor vergüenza que nunca tuvo que pasar en vida.
Estoy en desacuerdo con los que creen que un gobierno se cae solo, aunque sea la suma de diecisiete desastres. Desconfío de los que adoran el papel satinado y no saben hacer la cola para pegar el cartel. No me gustan los que se rasgan las vestiduras cuando el paño es grueso y hay ropa de repuesto. Qué decir de los que caminan a un metro del suelo, designados por la divinidad para representarnos en la tierra. No participo de los desenfrenos intelectuales que aplastan cualquier asomo de inteligencia. Ignoro, por principio, a los sabiondos de medio pelo que pontifican sobre cualquier asunto sin compasión ni rubor alguno. Huyo de las quemas gratuitas y desvergonzadas de personas, vidas y haciendas, así como de los que se creen intocables. Me aterran los dogmáticos, y más todavía los que no tienen opinión propia sobre nada. Dicho lo cual, me aburre soberanamente tener que insistir sobre la crisis. Un lector de este blog y paisano mío dice que le sacudo la badana siempre al mismo, que está harto de las penurias y nubarrones. Realmente, hay pocos motivos para solazarse y cultivar la digresión. No ganamos para sustos. La cosa está que arde, para salir corriendo y no parar. Verdes las han segado. Lo «verde», en el sentido de actividades que rebajan la contaminación, supone generalmente la adopción de procesos poco eficientes, alimentados generosamente con dinero público, escribe Amando de Miguel.
Pero, una vez dicho esto, apoyándonos en Nicanor Gomez Villegas, todo el mundo sabe o sabía estos versos de memoria, par coeur, como se diría en francés: Verde que te quiero verde. /Verde viento. Verdes ramas. /El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña./Con la sombra en la cintura/ella sueña en su baranda,/verde carne, pelo verde,/con ojos de fría plata./ Verde que te quiero verde. Federico. Siempre Federico.
El verde, color de la esperanza. El verde, color de la fertilidad. El verde, color del islam. Aunque los antiguos creían que era un color primario, ahora sabemos que es una mezcla de azul y de amarillo. Un poco de azul convierte en verde al amarillo, pero el verde puede llevar todos los colores: blanco, negro, marrón o rojo. Y seguir, siempre, siendo verde. Es el color de lo fresco, de lo juvenil, de lo inmaduro, “estar verde”, como se decía en nuestra lengua para caracterizar a alguien inexperto en cualquier lid. “Verdes las han segado”; ¿qué se quería decir con esa expresión? ¿que el trigo cortado verde no sirve para nada? ¿que no estamos dispuestos a hacer algo bajo ningún concepto? También, ya en total desuso ―porque parece que suena cursi o porque el chiste ya es insuficiente― se hablaba de “chistes verdes”. ¿Y de qué color se puede poner alguien de quien se apodera la envidia? Pues verde.
El verde para los alemanes era el color del lado del corazón, el color del lado izquierdo. Para ellos también era el color de la esperanza, y por eso al Jueves Santo se lo denomina Gründonnerstag, “Jueves Verde”. Y, por supuesto, se comían, y supongo que se comen, verduras. Espinacas concretamente.
Y es que la esperanza germina, del mismo modo que en la mitología griega Perséfone/Proserpina, la hija de Deméter/Ceres, representaba la germinación en la primavera de la simiente enterrada en el infierno/invierno. Para los romanos el verde era también el color de la diosa Venus. Diosa de las vides, de las huertas, de los jardines. Y de la belleza. Pero sobre todo del amor y del deseo físico implacable, especialmente del masculino. Y la verde sierpe que convenció a Eva de probar el fruto del árbol del bien y del mal no tenía ese color por azar.
En astrología el verde es el color del signo Tauro, que se correspondía además con la primaveral estación de los nacidos en abril y mayo.
El Rasul (“enviado de Dios”) Muhammad llevaba un turbante y un manto verde. La bandera más santa del islam, el sandshak-i-sherif es el estandarte que llevaron los ejércitos islámicos que conquistaron la ciudad más sagrada del Islam: La Meca. Por ello, el verde es el color del islam. Y de la Liga Árabe: todos sus miembros llevan ese color en su bandera nacional. Y en las respectivas banderas de la Unión India, de Pakistán y de Bangla-Desh la presencia del verde hace referencia al islam, pero también a la esperanza, a la exuberancia de la vegetación y a la prosperidad.
No puede sorprendernos la fascinación que ese color ejerció entre los primeros musulmanes, los árabes, un pueblo que procedía del desierto. Era el color del Paraíso que Muhammad prometía a quienes respetaran a Dios y llevaran una vida virtuosa: un oasis perpetuo, lleno de fuentes. Y verde: Al-Jadir.
Blas Infante apeló directamente a las raíces islámicas de su tierra cuando eligió el verde omeya y el blanco para la bandera de Andalucía, y recordó que en 1195, tras la victoria almohade en la Batalla de Alarcos, sobre la actual Giralda, entonces el minarete de la mezquita mayor de Sevilla, ondearon dos banderas: una blanca para celebrar la victoria y otra verde, el color del Islam.
En Irlanda, y también en Escocia, el verde es el color de los católicos. Y el trébol verde, su emblema. Como el color naranja lo es de los protestantes. Por ello, a los autores de la actual bandera irlandesa se les ocurrió la bienintencionada idea de fundir en ella los sentimientos religiosos de católicos, agnósticos y protestantes. Y esa singularidad ha dado lugar a uno de los más prodigiosos daltonismos del mundo: un irlandés dirá muy probablemente que los colores de su bandera son verde, blanco y “oro”, porque aman su bandera pero detestan lo que implica uno de sus colores: el naranja, el color de Guillermo de Orange y de la Orden de Orange, vivita y coleando en nuestros días en Irlanda del Norte, un caballo de Atila para la memoria de los católicos. Y los clérigos católicos (y los de las denominaciones protestantes más próximas al catolicismo) utilizan hábitos verdes durante los oficios litúrgicos del tiempo ordinario. Para los cristianos ortodoxos es el color asociado al tiempo de Pentecostés.
Verde es el color del movimiento ecologista internacional y de los partidos a los que ha dado lugar. Verde es el color de la Green Card, que a quienes penan y suspiran por ella se les debe antojar el color del paraíso. Y Grønland fue el nombre que Erik el Rojo le dio a Kalaallit Nunaat, ese inmenso territorio cubierto (de momento) por hielo y nieves casi perpetuas que más que una isla es un continente. Estoy hablando, está claro, de Groenlandia. ¿“La tierra verde”? Pues debió de tratarse de una treta propia de un experto actual en marketing nombrar con tan atractivo nombre a un territorio tan inhóspito para atraer a colonos bastante crédulos.
Verde procede del latín viridis y virdis, emparentados con virere , “crecer” y ver, “primavera” (vid. Ver Sacrum). Su fortuna procede de su uso frecuentísimo en el latín agrario. Siempre suelo insistir en las rotundas raíces agrarias del vocabulario latino (vid. La poesía de la agricultura). En griego tenemos la palabra χλωρός/chloros, de donde vienen la palabra “cloro” y el nombre Cloe (χλόη/Chloe), “el verde de lo que renace”. Viridis es “verde”, pero también “vigoroso”, “vivo”, “joven” en definitiva. Un viridarium era una arboleda o arboretum. Y tal vez por influencia del occitano vergier de la poesía provenzal, en castellano tenemos vergel ya en Berceo y en el Poema de Mío Cid.
Y para concluir, una vez más, San Juan de la Cruz, en cuyo Cántico Espiritual encontramos aquellas inolvidables verduras:
¡Oh bosques y espesuras,/plantadas por la mano del amado!/¡Oh prado de verduras,/de flores esmaltado, decid si por vosotros ha pasado!
Verde que te quiero verde.