El viernes de la semana pasada, cuando regresaba de trabajar, vi a los bomberos en la calle en acción (no se trataba de un incendio, sino de cascotes desprendidos de la fachada). Pese a que la mayoría posee vocación y disfruta de la adrenalina, deben de experimentar miedo en ocasiones. Yo al menos, temo por ellos.
Pasaba por su lado, sentí curiosidad por lo que ocurriría, pero no me detuve en la acera para no molestar o ser una mirona. Sólo procuré percibirles, observarles con atención mientras avanzaba por su lado a paso ligero (la disposición del grupo en el perímetro, quién daba las órdenes, su lenguaje corporal, el ritmo de su movimiento). Y mi mirada se cruzó con la de un bombero; como reacción le sonreí durante dos sólidos segundos.
Era joven y con la piel pálida. Su rostro emanaba seriedad, concentración, y falta de temor. Él me miró de forma atenta, directa y tranquila. En el pasado habría apartado la mirada, no habría sido capaz de sostener la suya. Pero aquel día lo hice, y me sentí relajada y confiada. Nuestros ojos se entrelazaron, y por reacción natural mis labios se arquearon suavemente hacia el cielo.
Lo mejor que hice en todo el día, fue sonreír a un bombero en acción. Me sentí orgullosa por ello, y propia. En ese instante, mi vida tuvo todo el sentido del mundo.