Esta es tú verdad, Pedro: hoy son leales a tu líderazgo y mañana bailarán sobre tu cadáver, jurando lealtad suprema al líder contrario.

Uno de los elementos centrales en cualquier equipo es la lealtad. Si los miembros de una empresa o de un grupo político son desleales a los principios de ese proyecto en común, irremediablemente éste se empantanará, resultando en un perjuicio general para el colectivo. En lo anterior, la palabra clave es principios. Pero hay también una “lealtad” que no es a principios, sino a intereses; es la deformada.

La lealtad de los oficiosos y demás fauna achichincle de la que dícese es la que acompaña a otra de manera incondicional, adulándole y obedeciéndole en todo como los dirigentes del PSOE a Pedro Sánchez. Bajo esta óptica, la lealtad se entiende como una conducta de supra-subordinación frente al jefe en turno donde las actuaciones son con independencia de tener o no un valor, si hay virtud o no, si se delinque o no; lo importante es el vínculo codependiente y cómplice. Bajo la lealtad deformada, la prioridad es congraciarse con el superior, echando por la borda cualquier juicio ético sobre el valor del acto que al subordinado se le ordena ejecutar. Pero no sólo hay ausencia de juicio ético, pues esta dinámica también carece de cualquier análisis lógico-cognitivo del acto. Por lo tanto, el paradigma de la lealtad deformada exige imperativamente una obediencia ciega.

Bajo estas premisas, donde los subordinados no necesitan -perdón, no deben- pensar, ni cuestionar (por lo tanto, impedidos de proponer), ni valorar, ¿qué tipo de personas podrían desempeñar esas funciones? Pues los más brutos, los que jamás podrían emprender con éxito una profesión en la vida privada, los más desvergonzados, etc. De ahí la infinita necesidad por aferrarse a cualquier oportunidad dentro del aparato público, donde se puede sangrar al erario. Obviamente en todo lo anterior hay -como siempre- niveles: no tienen la misma sofisticación ni preparación académica los achichincle en un ayuntamiento de la sierra de Ronda, que aquellos que trabajan para un Secretario de Estado. Sin embargo, los principios generales son idénticos, y ambas clases le están haciendo un profundo daño al país. En conclusión, estos leales no son otra cosa que mercenarios, pues su devoción se debe primero a su supervivencia (patrimonial), no a causas encaminadas al bien común: un día serán leales al agua, y cuando ello no les convenga más, serán leales al aceite.

Dialogo con la lealtad virtuosa. (Remigio Beneyto Berenguer)

Josiah Royce decía que la lealtad es «la devoción consciente, práctica y amplia de una persona a una causa». En la política deben trabajar personas que estén convencidos de que es posible cambiar la sociedad, que alberguen ideales, que crean en proyectos. Y todo ello persiguiendo el bien común por encima de sus propios intereses.

La lealtad no es obediencia ciega a la causa y mucho menos al líder. La lealtad ha de ser consciente, fruto del razonamiento y de la libertad. Cuando la persona observa que la causa desvaría lanzándose por caminos donde no se respetan los derechos humanos, debe advertirlo inmediatamente, y obrar en consecuencia. Cuando la persona observa que el líder adopta posiciones cesaristas o autoritarias, la lealtad le obliga a advertirle de su actuar poco apropiado, inmediatamente, con franqueza. Si el supuesto líder no sabe encajar estas críticas y actúa tomando represalias, la persona leal debe abandonar al líder y asumir las consecuencias. La persona leal tiene el valor de decir la verdad con ánimo de servir al bien común.

La lealtad no implica sumisión. Estamos al lado del líder y le somos leales, porque creemos en la causa, en el proyecto, pero siempre respetando las ideas fuerza, las formas y la dignidad de todas las personas. Cuando en un actuar político se pierden estas actitudes y comportamientos, la lealtad exige crítica constructiva y, si no hay solución o no se acepta, abandono.

Es demasiado usual ver a políticos que van de aquí para allá como veletas según el viento les sea más favorable. La lealtad tampoco es exaltación de la propia identidad y el desprecio o exclusión de los diferentes. Normalmente esta actitud muestra inmadurez y complejos. El que está seguro de sí mismo, cree en un proyecto para mejorar la sociedad, sirve al bien común y está inserto en un equipo de trabajo, no necesita menospreciar al adversario. Verá en él lo positivo y se esforzará en tender puentes para alcanzar la finalidad perseguida. El acomplejado que no tiene proyecto más allá de sus propios intereses, que sus principios son maleables, que está encantado de conocerse, por una parte, desprecia a sus adversarios porque normalmente son mejores que él, y, por otra parte, no aprecia ni valora a sus colaboradores más leales, porque siente que él y solo él es digno de personificar el proyecto.

José Jiménez Lozano, en ‘Historia de un otoño’, escribe: «¡La autoridad! ¡Qué saben los hombres de la autoridad! No aman a sus príncipes, les adulan o les obedecen servilmente, pero si mañana fueren derrotados, bailarían sobre su cadáver».

El batallón de los leales aparece cuando se acerca el éxito y queda diezmado cuando surgen los problemas. Es demasiado usual ver a políticos que van de aquí para allá como auténticas veletas según el viento les sea más favorable. Hoy son leales a un líder y mañana bailan sobre su cadáver, jurando lealtad suprema al líder contrario.

La lealtad máxima debe serlo a las propias convicciones, a lo que dicta la propia conciencia. Cuando un político es fiel a sus principios, podemos estar de acuerdo o no con él, pero es digno de respeto por su autenticidad, integridad y coherencia.

¡Que los demás puedan confiar en vosotros! ¡Sed dignos de confianza! No engañéis a nadie, no traicionéis a nadie. ‘Macbeth’ representa el drama de los actos desesperados, del frenesí. Muchas veces la inteligencia sin corazón se acerca al mal, es un impedimento para el bien. Laurence Olivier, en una brillante interpretación, encarnó a Macbeth como un hombre lúcido, inteligente que siente la necesidad de sumergirse en el mal. Muchas veces, los políticos, como Hamlet, sienten la obsesión del poder, de ascender rápidamente, sin darse cuenta de que, tras las ascensiones, pueden venir las caídas violentas. No hay nada en este mundo que merezca traicionarse a uno mismo. No debemos perder nunca la dignidad.

La historia de la humanidad puede describirse a través de la lista de traidores, de desleales. Normalmente siempre personas cercanas al líder, personas que han estado «en la cocina», que se han aprovechado de la cercanía para poder hacer más daño. Suelen ser «ángeles caídos», personas que siempre quisieron ser, pero no fueron, amargados con ínfulas de grandeza que o bien no entendieron el poder como servicio o se creyeron los salvadores del mundo o de la patria. Dante Alighieri en la ‘Divina Comedia’ dedica su noveno círculo a los traidores. Allí Dante habla con ellos en el hielo, donde cada grupo está en determinadas rondas. Encontraremos a Caín (ronda 1), a Antenora (ronda 2), a Ptolomea (ronda 3), a Judas Iscariote (ronda 4), y atrapado en la zona central del hielo se encuentra Satanás.

La deslealtad produce mucho daño porque se aprovecha de la confianza y de la credibilidad que había generado. En un mundo donde rige la apariencia y el «postureo», es más fácil la simulación y la traición por intereses personales.

La lealtad no sólo tiene un camino ascendente, sino también descendente. El político ha de ser fiel con sus colaboradores y con sus subordinados. Los grandes líderes políticos han sido aquellos capaces de rodearse de los mejores. La deslealtad del líder con los suyos fractura el equipo y salta por los aires. El líder cuida al equipo hasta el extremo. Es el primero que entra y el último que sale. Es el primero que va en la batalla, es el que asume todos los fracasos y el que comparte con o traslada a su equipo todos los éxitos.

La lealtad tiene también un camino horizontal. Los miembros del equipo han de ser leales entre ellos. Ghandi dijo: «No hay que apagar la luz del otro para que brille la nuestra». Vivimos en una sociedad que pretendemos que sea cooperativa, pero es tremendamente competitiva. Es un auténtico asalto al éxito y al poder, ascendiendo sobre los hombros y las espaldas de los demás. Si el segundo consigue que el primero fracase, el primer puesto será para él. Se instaura así una carrera de sospecha, desconfianza y deslealtad que va debilitando moralmente a la sociedad.

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