Según Jesús Fuentetaja, conocemos el significado de la primera acepción del título de este artículo, pero ¿Qué demonios son las segundas? He procurado completar su artículo publicado en el Diario de Segovia antes de escribir esto que cuenta este periodista. Al parecer, desde un punto de vista religioso, las témporas, dice, serían los breves ciclos de la liturgia dedicados principalmente a la penitencia, al final y al inicio de las nuevas estaciones. Por extensión se les ha atribuido alguna capacidad para predecir el tiempo meteorológico, al igual que ocurre con las populares Cabañuelas. Sin embargo, cuando aparecen relacionadas con esa parte de la anatomía humana que he tenido la osadía de nombrar, no solo significan tiempo, sino también sienes, siendo esta la razón por la que se conocen como temporales los dos huesos ubicados a ambos lados de la cabeza. Confundir aquel con estas, puede tener dos significados donde el peor de ellos no es que se piense con el primero, sino que se complete el intercambio de funciones y se pueda llegar a evacuar por las segundas.
Personalmente cree aplicable este dicho popular en algunas de las novísimas incorporaciones lingüísticas que llevamos un tiempo padeciendo, especialmente las utilizadas con carácter excluyente más que inclusivo, con las que se pretenden marcar diferencias en esta cruzada de géneros en que se ha transformado el feminismo militante más radical, convertido en uno de los principales banderines de enganche de las actuales ideologías progresistas. Con maquiavélicas intenciones y otorgando más importancia al fin del mensaje que al academicismo de los medios de expresión utilizados, son escogidos aquellos términos que aporten mayor rotundidad expresiva a las intenciones finales que se persiguen, sin importar que no se respeten las normas gramaticales, o que etimológicamente no tenga nada que ver con el significado que se pretende realzar.
Hablando de utilización del lenguaje, viene ahora a la memoria, la anécdota que se contaba de una discusión surgida en la reunión de un Consejo de Ministros de la época preconstitucional, en la que el dinámico titular de la cosa deportiva pretendía ampliar las horas lectivas en el bachillerato dedicadas a la actividad física, en detrimento de la asignatura de latín, porque ¿para qué sirve el latín?, se preguntaba. La respuesta la obtuvo del ministro de Educación y puede que por aquel entonces también de Ciencia: “Para que los nacidos como usted en Cabra (Córdoba), se les pueda llamar egabrenses en lugar de c…”, como su compañera Carmen Calvo que, no dudo cómo la llamaría usted.
El DRAE afirma que es una expresión malsonante y, para explicarla, remite a otra similar, confundir la velocidad con el tocino, que califica solo como coloquial. Lo cierto es que nuestra lengua posee otras locuciones semejantes que, sin embargo, el DRAE no recoge, aunque otros diccionarios sí: confundir (o mezclar) churras con merinas y confundir la gimnasia con la magnesia.
Lo de la velocidad y el tocino es una comparación con cierto tinte surrealista. La segunda exige que aclaremos que las churras son ovejas que producen leche y carne de calidad, aunque su lana sea basta, mientras que las merinas se aprecian más por su lana. ¿Y qué es confundir el culo con las témporas? Lo primero que no entiendo es por qué ha de ser locución malsonante. ¿Dejaría de serlo si, en lugar de culo, empleásemos trasero, pandero, posaderas, pompis o tafanario?
Pero vamos con las témporas. Vaya por delante que esta palabra nada tiene que ver, pese a lo que algunos creen, con los tiempos litúrgicos, los cuatro periodos del año, impuestos por Calixto I en el siglo III, coincidentes con el inicio de las cuatro estaciones y que marcan los días en que es preceptivo ayunar.
La cosa es que en ninguno de los libros dedicados a explicar el origen de nuestras expresiones y refranes que consulto encuentro su explicación. Solo en Abecedario de dichos y frases hechas, escrito en 1999 por Guillermo Suazo Pascual se atribuye a un fraile que soportaba mal la penitencia de azotes sobre las nalgas que llevaba aparejado el ayuno haber dicho en tono de queja: ¿Pero qué tendrá que ver el culo con las témporas? La explicación es ingeniosa, pero poco ajustada a la verdad.
Porque lo que se olvida es que la palabra latina tempus, no solo designa ‘el tiempo’, sino que, sobre todo en plural, tempora, -orum, significa ‘sienes’. El ya clásico diccionario Vox aporta el siguiente ejemplo: cingere tempora lauro, ‘ceñir las sienes de laurel’. Lo que sucede es que, en la comentada locución utilizamos el cultismo, pues el término patrimonial que tempora dio en nuestra lengua, tras la normal desaparición de la vocal postónica y una disimilación r>l, es templa, palabra que, dicho sea de paso, solemos emplear poco. De hecho, yo solo la he visto utilizada en dos autores. En Carlos Rojas: durísima la mirada en medio del rostro viril y sensible, tan ancho entre las templas como prolongado por los quijares (El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos, 1980) y en Miguel Delibes: el abuelo escudriñaba la morra y las templas del pequeño, por ver si se producía alguna alteración (Madera de héroe, 1987). Témpora, con ese significado de ‘sien’, es de esas palabras que permanecen ocultas; en cambio, todos recordaremos que ‘cada uno de los dos huesos del cráneo de los mamíferos correspondientes a las sienes’ recibe el nombre de temporal. Hablamos, pues, de un caso de homonimia, ya que nada tiene que ver con tempus, ‘tiempo’ sino con tempora, ‘sienes’.
Como no puede ser de otra forma, estamos completamente de acuerdo con todo aquello que lleve a las sociedades actuales a la plena igualdad de derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer, sin que pueda haber discriminación alguna por razón de sexo, tal y como se recoge en el artículo 14 de nuestra Constitución y repudiamos cualquier reminiscencia machista que aun persista entre nosotros. Pero esta ceremonia de la confusión en el lenguaje procedente de los sectores más radicales del feminismo produce perplejidad y hasta a veces hilaridad, entre las personas sensatas que huyen de la confrontación entre géneros en la forma en que está planteada. Primero se arremetió contra las vocales a las que generalmente se las atribuyen la condición masculina y ahora, como muy bien destacó el periodista de “El País” le ha tocado el turno a la letra “P”, ya demonizada y sustituida por la “M”, mono parental por mono maternal, a la que se quiere convertir en un nuevo signo de intolerancia. Pues bien, en este caso y si van a continuar poniéndose tan pesados o pesadas con su peculiar adaptación del lenguaje a la carta de sus intereses, mejor es que se vayan cuanto antes a utilizar esta última letra en todas sus acepciones, incluida, claro está, la fisiológica.
Con esta explicación, creo, la locución adquiere su pleno sentido, ya que estamos ante una metonimia en que una parte pasa a designar el todo y témporas, ‘las sienes’, se convierte en ‘cabeza’. Así, lo que criticamos cuando decimos que alguien confunde el culo con las témporas es que se confundan funciones inteligentes y elevadas, propias de la cabeza, con otras más vulgares, querido Pedro, Yolanda e Irene: confundir el culo con las témporas es identificar cabeza y tafanario.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.