Un elevado número de padres en el siglo XXI parece considerar centro de su responsabilidad regar a sus vástagos de bienes materiales, en lugar de espirituales, emocionales e intelectuales. Observamos excesos tales como niños de Primaria en posesión de material de escritorio propio de un ministro. Al tiempo, no saben escribir español correctamente ni poseen brújula moral. Se considera casi maltrato infantil que el niño carezca de pantalla y diez sudaderas, mientras que a los padres no sonroja que sean maleducados, desagradecidos, soberbios, o vagos. El fondo del ser humano resulta hoy secundario, incluso contraproducente. Lo esencial es que el descendiente posea un perfil competitivo, consumista, explotador de sí mismo (“dinámico”) y psicópata: considerar a las personas en función de su potencial de ordeño, y desecharlas como a un trapo y sin pestañear, en el instante en que deje de ser tendencia. No se educan hijos, sino que se construyen máquinas de producir y marcas.
Todo se contempla en términos monetarios, todo son cosas y fotografía para demostrar al mundo que uno da la talla. Tantos valoran su calidad como padres en función del número de veces que consienten, y la cifra gastada, en lugar del grado de fortaleza interior que sus hijos han alcanzado, de cuántas herramientas intangibles les ha proveído para encarar el mundo con valentía, responsabilidad, bondad, e independencia. En demasiados padres no observo una preocupación por ayudar a su hijo a construir una vida tan funcional como honesta consigo mismo, respetando su identidad y su salud. Existen tantos padres atribulados porque su hijo estudie un título «con salidas»: dada la nueva estructura económica, ¿existe alguna titulación que asegure buenos ingresos durante cuarenta años? También ignoran que los desempleados, indigentes, suicidas y consumidores de antidepresivos y drogas legales (tabaco, alcohol, etc.), así como aquellos que viven con cara de amargado, no son sólo graduados en Humanidades. Tantos padres reaccionan consternados si su hijo desea estudiar Música o Bellas Artes, y lo censuran. Pero no les roba el sueño ni actúan, si su hijo carece de personalidad, pasión u honradez, o si nunca sonríe.
Lo que más necesita un hijo, es un padre que juegue con él en el parque; no cuatro días al año grabando cuatro vídeos y realizando veinticuatro fotografías en cada ocasión, sino jugar sin pantallas todos los fines de semana una década. Lo que el padre nunca tuvo y el hijo requiere desesperadamente, no es un viaje a Disneyland, ni una mochila nueva cada año, ni deportivas de marca, sino un padre que se siente a los pies de su cama y converse extensamente con él sobre por qué siempre se encuentra malhumorado, nervioso, triste, o asustado; por qué se aísla, por qué realiza comentarios hirientes a los demás. Lo que el hijo ansía y su salud exige, es que el padre le mire a los ojos y le diga que le ama, le abrace fuerte, le bese. Que inquiera sobre por qué le gusta tanto esa serie, libro, disco, o prenda de ropa, que intente comprender su respuesta y se muestre tolerante aunque disienta.
El amor, la moral y la disciplina es aquello que nos fortalece como Persona, que nos ayuda a permanecer tal pese a los golpes de la vida. Su cultivo se ha abandonado, y se ha sustituido por el despilfarro, la imagen, lo rápido y lo fácil. Ha caído en el olvido el verdadero papel de los padres.